Semana décima: Adolf Loos: arte o arquitectura


MATERIALES

Las divisiones horizontales indican los textos -o grupos de textos- de Adolf Loos que deben estudiar por separado los distintos miembros del grupo, para después ponerlos en común en discusión de grupo previa a la clase del 8.5.2003.
En caso de grupos de tres estudiantes, los tres deberán leer los dos primeros textos, y cada uno de ellos uno de los tres grupos de textos siguientes.



  "De un pobre hombre rico"
  Neues Wiener Tagblatt, Viena, 26 de Abril de 1900.
  
  
  
  Quiero hablaros de un pobre hombre rico. Tenía dinero y bienes,
  una mujer fiel que, con un beso en la frente, le liberaba de las
  preocupaciones que traían los negocios, un corro de hijos que hubie-
  ra provocado la envidia del más pobre de sus trabajadores. Sus amigos
  le querían, pues todo lo que emprendía prosperaba. Pero hoy la situa-
  ción es muy, muy distinta. Y así ocurrió:
  
  Un día ese hombre se dijo: «Tienes dinero y bienes, una mujer fiel e
  hijos, por los que te envidiaría el trabajador más pobre. Pero ¿eres
  feliz? Date cuenta que hay personas que carecen de todo por lo que se
  te envidia. Pero sus preocupaciones las ahuyenta un gran mago, el
  arte. ¿y qué es para ti el arte? No lo conoces ni siquiera de nombre.
  Cualquier advenedizo puede entregarle su tarjeta de visita y tu criado
  le abrirá de par en par. Pero al arte todavía no lo has recibido en tu
  casa. Yo sé bien que no vendrá. Pero iré en su búsqueda. Debe insta-
  larse y habitar en mi casa como un rey».
  
  Era un hombre de mucha fortaleza, lo que decidía se hacía con
  energía. Era lo acostumbrado en sus negocios. Así, acudió ese mismo
  día a un famoso arquitecto y le dijo: «Tráigame usted arte, arte entre
  mis cuatro paredes. El gasto no importa».
  
  El arquitecto no dejó que se lo dijeran dos veces. Fue a casa del
  hombre rico, echó fuera todos sus muebles, hizo venir un ejército de
  colocadores de parquet, estucadores, barnizadores, albañiles, pintores
  de paredes, ebanistas, fontaneros, fumistas, tapiceros, pintores y escul-
  tores y ¡zas!, sin darse cuenta se había atrapado, empaquetado, bien
  guardado el arte entre las cuatro paredes del hombre rico.
  
  El hombre rico era más que feliz. Más que feliz paseaba por las nue-
  vas habitaciones. Donde quiera que mirara había arte, arte en todo y
  por todo. Agarraba arte cuando agarraba un picaporte, se sentaba
  sobre arte cuando tomaba asiento en un sillón, apoyaba su cabeza en
  arte cuando cansado la apoyaba en las almohadas, su pie se hundía en
  arte cuando andaba sobre las alfombras. Se deleitaba en arte con
  enorme fervor. Desde que su plato también había sido decorado con
  motivos artísticos, cortaba su boeuf a l'oignon con doble energía.
  
  Se le alababa, se le envidiaba. Las revistas de arte glorificaban su
  nombre como uno de los primeros en el reino de los mecenas, sus
  habitaciones fueron retratadas, comentadas y explicadas para servir
  como modelo a las reproducciones.
  
  Pero lo merecían. Cada estancia constituía una determinada sinfonía
  de colores. Pared, muebles y telas estaban combinados de la manera
  más refinada. Cada objeto tenía su lugar idóneo y estaba ligado a
  los demás en unas combinaciones maravillosas.
  
  El arquitecto no había olvidado nada, absolutamente nada. Cenice-
  ros, cubiertos, interruptores, todo, todo había sido combinado por él.
  y no se trataba de las artes arquitectónicas vulgares, no, en cada orna-
  mento, en cada forma, en cada clavo estaba expresada la individuali-
  dad del propietario. (Una labor psicológica cuya dificultad reconoce-
  rá cualquiera.)
  
  El arquitecto, sin embargo, rechazaba todos los elogios modesta-
  mente. Porque, decía él, estas habitaciones no son mías. Allá en fren-
  te, en el rincón, hay una estatua de Charpentier. Y, al igual que yo le
  reprocharía a cualquiera que afirmara haber diseñado una habitación
  aunque hubiese usado tan sólo uno de mis picaportes, del mismo
  modo yo no puedo decir que estas habitaciones han sido concebidas
  por mí. Esto eran palabras nobles y consecuentes. Cierto ebanista, que
  quizás empapeló su habitación con papel pintado de Walter Crane y
  que, a pesar de todo, se atribuía los muebles que ahí se encontraban
  por haberlos proyectado y ejecutado él misrno, se avergonzaba hasta
  lo más profundo de su negra alma al enterarse de estas palabras.
  
  Volvamos tras esta divagación a nuestro hombre rico. Ya he dicho lo
  feliz que era. Una gran parte de su tiempo la dedicó a partir de enton-
  ces sólo al estudio de su vivienda. Pronto se dio cuenta de que debía
  estudiarla. Había mucho que memorizar. Cada objeto tenía su lugar
  concreto. El arquitecto se había portado bien con él. Había pensado
  en todo con antelación. Para la cajita más pequeña había un lugar
  concreto, hecho intencionadamente para ella.
  
  La vivienda era cómoda pero, para la cabeza, muy fatigante. Por
  ello, durante las primeras semanas, el arquitecto vigiló en qué forma
  se desenvolvían para que no incurrieran en ningún error. El hombre
  rico se esforzaba. Pero ocurrió que, distraídamente, dejó un libro que
  sostenía en la mano en el cajón destinado a los periódicos. O que
  depositó la ceniza de su cigarro en aquel hueco de la mesa destinado
  al candelabro. Cuando se había cogido un objeto, adivinar y buscar el
  antiguo lugar que le correspondía no tenía fin, y en alguna ocasión
  tuvo el arquitecto que consultar los planos de detalle para volver a
  encontrar el lugar que le correspondía a una caja de cerillas.
  
  Donde el arte aplicado había conseguido tales triunfos, no podía
  quedarse atrás la música aplicada. Esta idea tenía muy preocupado al
  hombre rico. Hizo una solicitud a la compañía de tranvías con la
  cual intentaba que en sus vehículos utilizaran el motivo de campanas
  de Parsifal en lugar de sonidos sin sentido. En la compañía no le
  hicieron caso. Todavía no daban suficiente acogida a ideas modernas.
  A cambio, se le permitió que pavimentara, a su cargo, la zona frente
  a su casa, de modo que cada vehículo estuviera obligado a pasar por
  delante al ritmo de la marcha de Radetzky. También los timbres eléc-
  tricos de sus salones fueron provistos con motivos de Wagner y Beet-
  hoven y todos los profesionales de la crítica de arte alababan en gran
  manera al hombre que había abierto un nuevo dominio "al arte en los
  artículos de uso".
  
  Como puede imaginarse, todas estas mejoras hicieron al hombre
  aún más feliz.
  
  Pero no puede callarse que procuraba estar el menor tiempo
  posible en casa. Y es que, de vez en cuando, se desea descansar un
  poco de tanto arte. ¿O podría usted vivir en una galería de cuadros?
  ¿O estar sentado meses enteros en «Tristán e Isolda»? En fin, ¿quién
  le iba a reprochar que recurriera de nuevo al café, al restaurante o a
  los amigos y conocidos para reunir fuerzas para estar en su casa? Se lo
  había imaginado distinto. Pero el arte requiere sacrificios. Ya había
  llevado a cabo tantos. Los ojos se le humedecían. Pensaba en muchas
  cosas viejas a las que había tenido tanto cariño ya las que, de vez en
  cuando, echaba de menos. ¡El gran butacón! Su padre siempre había
  hecho la siesta en él. ¡El viejo reloj! ¡Y los cuadros! ¡Pero el arte
  lo exige! ¡Ante todo, no aflojar!
  
  Ocurrió que una vez celebraba su cumpleaños. La mujer y los hijos
  le habían colmado de regalos. Las cosas le agradaron sobremanera y
  le produjeron cordial alegría. Poco después llegó el arquitecto para
  comprobar que todo estaba en orden y dar respuesta a cuestiones difíciles.
  
  Entró en la habitación. El dueño le salió contento al encuentro pues
  tenía muchas preguntas que formular. Pero el arquitecto no advirtió
  la alegría del dueño. Había descubierto algo muy distinto y palideció:
  
  «Pero, ¡qué zapatillas lleva usted puestas!», exclamó con voz penosa.
  
  El dueño miró su calzado bordado. Pero respiró aliviado. Esta vez se
  sentía totalmente inocente. Las zapatillas habían sido confeccionadas
  fielmente de acuerdo con el diseño original del arquitecto. Por ello
  replicó con aire de superioridad:
  
  «¡Pero, señor arquitecto, ¿lo ha olvidado? Las zapatillas las ha dise-
  ñado usted mismo!»
  
  «¡Ciertamente!, tronó el arquitecto, pero para el dormitorio. Usted
  está estropeando todo el ambiente con esas dos horribles manchas de
  color. ¿No se da usted cuenta?»
  
  El dueño de la casa lo vio inmediatamente. Se quitó rápidamente las
  zapatillas y se alegró tremendamente de que el arquitecto no encon-
  trara imposibles también sus calcetines. Se dirigieron al dormitorio
  donde el hombre rico pudo volverse a calzar las zapatillas.
  
  «Ayer, empezó tímidamente, celebré mi cumpleaños. Los míos me
  colmaron de regalos. Le he hecho llamar, querido señor arquitecto
  para que nos aconseje sobre cuál es la mejor manera de colocar los
  objetos.»
  
  La cara del arquitecto se alargaba visiblemente. Entonces estalló:
  
  «¡Cómo se le ocurre dejarse regalar algo! ¿No se lo he diseñado yo
  todo? ¿No lo he tenido ya todo en cuenta? Usted no necesita nada
  más. Está usted completo.»
  
  «Pero, se permitió replicar el dueño de la casa, itodavía podré com-
  prarme algo!»
  
  «¡No, no puede usted! iNunca más y nada más! Sólo me faltaba esto.
  Cosas que no hayan sido diseñadas por mí. ¿No he hecho suficiente
  permitiéndole el Charpentier? iLa estatua que me roba toda la fama
  de mi trabajo! iNo, no puede comprarse usted nada más!»
  
  «¿y si mi nieto me regala un trabajo del jardín de infancia?»
  
  «iPues no puede usted aceptarlo!»
  
  El dueño de la casa estaba anonadado. Pero aún no había perdido.
  
  «¡Una idea, ya la tengo, una idea!: ¿y si quisiera comprarme un cua-
  dro de la Sezession?» preguntó triunfante.
  
  «Intente colgarlo en algún sitio. ¿No ve usted que ya no queda sitio
  para nada más? ¿No ve usted que para cada cuadro que le he colgado
  le he compuesto un marco en la pared, en el muro? No puede despla-
  zar ni un solo cuadro. Intente usted colocar un nuevo cuadro.»
  
  Entonces se produjo un cambio en el hombre rico. El hombre feliz
  se sintió de repente profunda, profundamente desdichado. Vio su
  vida futura. Nadie podía proporcionarle alegría. Debería pasar sin
  deseos frente a las tiendas de la ciudad. Para él ya no se creaba fiada
  más. Ninguno de los suyos le podía regalar su retrato, para él ya no
  existían más pintores, más artistas, más oficios manuales. Estaba corta-
  do del futuro vivir y aspirar, devenir y desear. Sentía: ahora debo
  aprender a vagar con mi propio cadáver. Cierto: ¡Está completo! ¡Está
  acabado!
(Loos,1993-I: 246-250)
  
  
  
  "El principio del revestimiento"
  Neue Freie Presse, Viena, 4 de Septiembre de 1898
  
  Para el artista, todos los materiales son igual de valiosos, pero no
  son igual de adecuados para todas sus finalidades. La solidez y la eje-
  cución exigen materiales que, a menudo, no están de acuerdo con la
  finalidad propia del edificio. Pongamos que el arquitecto tuviera aquí
  la misión de hacer un espacio cálido y habitable. Las alfombras son
  cálidas y habitables. Este espacio podría resolverse poniendo una de
  ellas en el suelo y colgando cuatro tapices de modo que formaran las
  cuatro paredes. Pero con alfombras no puede construirse una casa.
  Tanto la alfombra como el tapiz requieren un armazón constructivo
  que los mantenga siempre en la posición adecuada. Concebir este
  armazón es la segunda misión del arquitecto. Este es el camino correc-
  to, lógico y real que debe seguirse en el arte de construir. La humani-
  dad también aprendió a construir en este mismo orden. Lo primero
  fue el revestimiento. La persona buscaba salvaguarda de las inclemen-
  cias del tiempo, protección y calor durante el sueño. Buscaba cubrir-
  se. La manta es el detalle arquitectónico más antiguo. Primitivamente
  estaba hecha de pieles o de productos del arte textil. Esta significación
  aún puede reconocerse hoy en las lenguas germánicas. (Decke es en alemán
  simultáneamente cubierta y manta, nota del traductor.) Esa cubierta
  debía colocarse en algún sitio si debía dar suficiente protección para
  toda una familia. Pronto llegaron también las paredes, para dar pro-
  tección lateral. y por este orden se desarrolló el pensamiento cons-
  tructivo, tanto en la humanidad como en el individuo.
  
  Hay arquitectos que lo hacen de forma diferente. Su fantasía no for-
  ma los espacios, sino las paredes. Lo que quede entre las paredes son
  los espacios. Y, para esos espacios, eligen después alguna forma de
  revestimiento que les parezca adecuada. Eso es arte por camino empí-
  rico.
  
  Pero el artista, el arquitecto, siente primero el efecto que quiere
  alcanzar y ve después, con su ojo espiritual, los espacios que quiere
  crear. El efecto que quiere crear sobre el espectador, sea sólo miedo o
  espanto como en la cárcel; temor de Dios como en la iglesia; respeto
  del poder del Estado como en el palacio; piedad como ante un monu-
  mento funerario; sensación de comodidad como en casa; alegría
  como en una taberna; ese efecto viene dado por los materiales y por la
  forma.
  
  Cada material tiene su propia forma de expresión, y ningún mate-
  rial puede tomar para sí la forma de otro material. Porque las formas
  se han hecho a través de la utilidad y de la fabricación de cada mate-
  rial, se han hecho con el material y a través del material. Ningún
  material permite una intromisión en su círculo de formas. El que osa
  hacerlo es marcado por el mundo como falsificador. Y el arte no tiene
  nada que ver con la falsificación, con la mentira. Sus caminos están
  llenos de espinas, pero limpios.
  
  La torre de San Esteban se puede colar en cemento y colocarla en
  cualquier otro sitio, pero ya no es una obra de arte. Lo que vale para
  la torre de San Esteban vale también para el Palacio Pitti, y lo que vale
  para el Palacio Pitti vale también para el Palacio Farnese. Y, siguiendo
  con estos edificios, llegaríamos hasta nuestros días y nos encontraría-
  mos en medio de la arquitectura de nuestro Ring. Un tiempo triste
  para el arte, un tiempo triste para los pocos artistas que había entre
  los arquitectos de entonces, que estaban obligados a prostituir su arte
  para favorecer los intereses del populacho. Sólo a pocos el destino les
  concedió encontrar un propietario que pensara en cosas grandes y
  otorgara al artista libertad para trabajar a su gusto. Seguro que el más
  feliz de todos ellos fue Schmidt. Tras él vino Hansen, quien, cuando
  las cosas le iban mal, buscaba consuelo construyendo obras en terra-
  cota. Seguro que quien tuvo que soportar grandes tormentos fue el
  pobre Ferstel, quien, en el último minuto, fue obligado a aplacar con
  hormigón partes enteras de la fachada de su universidad. Los demás
  arquitectos de esa época, salvo pocas excepciones, estaban libres de
  tales sentimentalismos.
  
  ¿Ha cambiado esto? Que se me dispense de contestar a esta pre-
  gunta. Aún domina, en la arquitectura, la imitación y el arte del suce-
  dáneo. Sí, aún más. En los últimos años incluso se ha encontrado
  gente que se ha hecho defensora de esta orientación de la arquitectu-
  ra -uno sobre todo, anónimo, ya que la cosa no le parecía suficien-
  temente limpia-, de forma que el arquitecto de sucedáneos ya no
  tiene más necesidad de quedarse algo aparte. Hoy ya se clava la cons-
  trucción en la fachada con aplomo y se cuelgan las "piedras portan-
  tes" con justificación artística, bajo la cornisa principal. ¡Acercaros,
  heraldos de la imitación, productores de marquetería de calco, de
  destroza tú mismo la ventana de tu hogar y de los cántaros de papier
  maché! ¡En Viena está floreciendo una nueva primavera, el suelo está
  recién abonado!
  
  Pero el espacio habitable cubierto totalmente con alfombras ¿no es
  una imitación? ¡Las paredes no están hechas de tapices! Claro que no.
  Pero esos tapices sólo quieren ser tapices y no sillares de muro, jamás
  quieren mostrarse como tales, ni a través de su color ni a través de su
  dibujo, sino que quieren dejar bien clara su significación como reves-
  timiento de la superficie de la pared. Cumplen sus finalidades según
  el principio del revestimiento.
  
  Como ya he mencionado al inicio, el revestimiento es más antiguo
  que la construcción. Las bases del revestimiento son muy diversas.
  
  Tan pronto es protección contra la inclemencia del tiempo, como
  pintura al aceite sobre madera, acero o piedra; tan pronto son moti-
  vos higiénicos, como las piedras esmaltadas en la toilette para prote-
  ger la superficie de la pared; tan pronto es una finalidad concreta,
  como la pintura de colores de las estatuas, los tapices de las paredes o
  el aplacado de la madera. El principio del revestimiento, que Semper
  fue el primero en enunciar, se extiende también a la naturaleza. La
  persona está revestida con una piel, el árbol está revestido con una
  corteza.
  
  De este principio del revestimiento yo formo también una ley
  perfectamente determinada que llamo ley del revestimiento. Que nadie
  se asuste. Las leyes, así se dice usualmente, culminan una evolución.
  Pero los viejos maestros pasaron muy bien sin ningún tipo de leyes.
  Seguro. Donde el robo fuera una cosa desconocida, sería supérfluo
  poner leyes que lo castigaran. Cuando los materiales usados para
  revestimiento no eran imitaciones, tampoco hacía falta ninguna ley
  contra ello. Pero yo creo que ha llegado la hora de ponerla.
  
  Esta ley dice así: La posibilidad de que el material revestido se
  confunda con el revestimiento debe ser excluida en cualquier caso. Para
  casos particulares, esta frase tendría que decir: la madera puede pin-
  tarse con cualquier color, menos con uno, el color madera. En una
  ciudad cuya comisión de exposiciones decidió que toda la madera de
  la Rotonda se pintara "como caoba", donde la imitación es el único
  motivo de decoración de la madera, esta frase es muy atrevida. Al
  parecer, aquí hay personas que toman eso por elegante. Ya que los
  tranvías, los trenes y en general toda la construcción de vagones pro-
  viene de Inglaterra, éstos son los únicos objetos de madera que lucen
  colores puros. Yo me atrevo a afirmar que cualquier vagón de tranvía
  -sobre todo de la línea eléctrica- me gusta más en colores puros
  que si, siguiendo los principios de belleza de la comisión de exposicio-
  nes, se pintara como caoba.
  
  Pero en nuestro pueblo dormita, aunque sea hundido y enterrado,
  el verdadero sentimiento de lo elegante. De otro modo no se daría el
  caso de que en la compañía de tranvías la tercera clase está pintada de
  color madera y la primera y la segunda están pintadas de verde.
  En cierta ocasión le probé de un modo drástico a un colega este
  sentimiento inconsciente. En una casa, en el primer piso, había dos
  viviendas. Al inquilino de una de estas dos viviendas se le ocurrió pin-
  tar a sus expensas la carpintería de las ventanas, que originariamente
  eran marrones, de color blanco. Entonces hicimos una apuesta según
  la cual llevaríamos a un cierto número de personas frente a la casa y,
  sin llamarles la atención sobre la diferencia de las carpinterías, les pre-
  guntaríamos en cuál de las viviendas les parecía que vivía el señor
  Pluntzengruber y en cuál el conde de Liechtenstein, dos hipotéticos
  inquilinos. Todos ellos tomaron la parte pintada de madera por la
  pluntzengruberina. Desde aquel día mi colega sólo pinta de blanco.
  
  La imitación de madera es naturalmente un descubrimiento de
  nuestro siglo. En la edad media pintaban la madera, normalmente,
  rojo chillón, en el renaissance azul, en el barroco y el rococó blanco
  dentro y verde fuera. Nuestros campesinos aún conservan tanto senti-
  do común que pintan con colores puros. Cuando estamos en el cam-
  po encontramos muy atractivo el portón verde o la valla verde, o las
  celosías verdes frente a la recién pintada y blanca pared. Es una lásti-
  ma que en algunos lugares empiece a adoptarse el gusto de nuestra
  Comisión de exposiciones.
  
  Aún se recuerda la indignación moral que surgió en la industria
  artística del sucedáneo cuando los primeros muebles pintados con
  pintura al aceite llegaron a Viena desde Inglaterra. Pero el enfado de
  esa buena gente no se dirigía contra la pintura. En Viena, tan pronto
  se utilizaron las maderas blandas, también se pintó con este tipo de
  pintura al aceite. Pero que los muebles ingleses osaran lucir sus colo-
  res con tanta franqueza y libertad, en vez de imitar madera dura,
  ponía furiosos a aquellos singulares santos. Se apartaban los ojos y se
  hacía ver que la pintura al aceite no había sido usada jamás. Probable-
  mente estos señores son de la opinión que sus muebles y trabajos de
  madera veteados se tomaban como de madera dura.
  
  Si con estos puntos de vista no doy nombres de la exposición de
  embadurnadores, creo merecer con ello el agradecimiento de esa her-
  mandad.
  
  Aplicado a los estucadores, el principio del revestimiento diría
  así: el estuco puede resolver cualquier ornamento menos uno, la imita-
  ción de construcción de ladrillos vistos. Debería creerse que decir una
  tal evidencia es innecesario, pero hace poco me han llamado la atención
  sobre un edificio donde la pared estucada estaba pintada de rojo
  y con el añadido de juntas blancas. También la tan querida decora-
  ción de cocinas imitando sillares de piedra entra aquí. Y así, todos los
  materiales que sirven para revestir una pared, como tapices, hules,
  telas y alfombras, no pueden representar nunca ni sillares ni ladrillos.
  Y de aquí también puede entenderse por qué las medias de malla que
  llevan nuestras bailarinas tienen un efecto tan antiestético. En una
  palabra, la ropa de punto puede estar teñida de cualquier color
  excepto de color carne.
  
  Un material de revestimiento puede conservar su color natural
  cuando el material revestido también muestre este color. Así, puedo
  pintar el acero negro con alquitrán, puedo cubrir una madera con
  otra madera (tornería, marquetería, etcétera... ), sin tener que colore-
  ar la madera que cubre. Puedo revestir un metal con otro metal a tra-
  vés del fuego o galvanizándolos. Pero el principio del revestimiento
  prohíbe que mediante una pintura se imite el material que hay deba-
  jo. Así, el acero puede alquitranarse, pintarse con pinturas al aceite o
  puede recubrirse de forma galvánica, pero nunca taparse con color
  bronce, es decir con un color metálico. Aquí son dignas de mención
  también las placas de arcilla refractaria y de piedra artificial que, por
  una parte, imitan el pavimento de terrazo (mosaico) y, por otra parte,
  imitan alfombras persas. Seguro que hay personas que se lo creen:
  las fábricas conocen bien a su público.
  
  Pues no, vosotros, imitadores y arquitectos de sucedáneos, os
  estáis equivocando. El alma humana es algo demasiado alto y sublime
  para que podáis engañarla con vuestros trucos y recursos. La oración
  de la pobre campesina llegará con más fuerza y más rápidamente al
  cielo si se hace en una iglesia construida con material legítimo que
  si se hace, con igual fervor, entre paredes de yeso pintadas como mármol.
  Nuestro miserable cuerpo está, es cierto, en vuestro poder. Sólo dispone
  de cinco sentidos para diferenciar lo auténtico de lo falso. Y allá
  donde la persona, con sus órganos de los sentidos, ya no alcanza más,
  allá empieza vuestro dominio, allá está vuestro reino. Pero otra vez os
  estáis equivocando. Pintad sobre el techo de madera bien, bien alto
  las mejores incrustaciones: los pobres ojos lo darán por bueno y lo
  aceptarán lealmente. Pero la divina psyche no creerá vuestro engaño.
  Siente, en la mejor marquetería pintada "como auténtica", sólo pintu-
  ra al aceite.
(Loos,1993-I: 151-157)
  
"Érase una vez..." Lo otro Núm 2, 1903 Érase una vez un maestro talabartero. Un maestro diligente y prepa- rado. Hacía sillas de montar de tal forma que no tenían nada que ver con las de siglos pasados. Ni con las turcas o japonesas. Es decir sillas de montar modernas. Pero él no lo sabía. Sólo sabía que hacía sillas de montar. Lo mejor que podía. Hubo entonces en la ciudad un movimiento singular. Le llamaban Sezession. Reclamaba que sólo se hicieran objetos de uso modernos. Cuando el talabartero se enteró, tomó una de sus mejores sillas y se fue con ella a ver al jefe de la Sezession. Y le dijo: Señor profesor -porque a los jefes de ese movimiento se les llamó enseguida profesores-, señor profesor: he oído hablar de sus ambiciones. También yo soy un hombre moderno. También yo quisiera trabajar de modo moderno. Dígame: esta silla de montar. ¿es moderna? El profesor observó la silla y le soltó al talabartero un discurso del que éste sólo logró entresacar las palabras "arte en el oficio manual", "personalidad ", "moderno ", "Hermann Bahr". "Ruskin ", "artes aplica- das", etc. Pero la conclusión era: no, ésa no es una silla de montar moderna. El artesano se marchó completamente avergonzado. Volvió a medi- tar sobre ello, trabajó y continuó reflexionando. Pero, por más que se esforzaba en aplicar las sabias indicaciones del profesor, siempre le volvía a salir su vieja silla de montar. Volvió afligido a ver al profesor. Le contó sus penas. El profesor observó las pruebas del hombre y le dijo: Querido maestro. usted no tiene fantasía. Sí, eso era. Desde luego que no tenía. ¡Fantasía! Nunca había sospe- chado que fuera necesaria la fantasía para hacer sillas de montar. Si hubiera tenido fantasía, hubiera sido pintor o escultor. O poeta. O compositor. Pero el profesor le dijo: Vuelva usted mañana. Estamos aquí para promover la industria y hacer fructificar nuevas ideas. Vere- mos qué puede hacerse por usted. Y en su curso planteó el siguiente ejercicio: proyecto de silla de montar. Al día siguiente volvió el talabartero. El profesor pudo proponerle 49 proyectos de sillas. Porque, aunque sólo tenía 44 alumnos, él mis- mo había hecho 5 proyectos. Esos saldrían en «The Studio". Hacían efecto. El talabartero observó largo rato los dibujos. Su mirada se volvía más y más clara. Entonces dijo: Señor profesor, si yo entendiera tan poco de la mon- ta, de los caballos, del cuero y del trabajo como usted, jtambién yo tendría su imaginación! Y ahora vive feliz y en paz. Y hace sillas de montar. ¿Modernas? No lo sabe. Sillas de montar.
(Loos,1993-I: 279-280)
  
  
  
  
  "De mi vida"
  Primera edición en Trotzdem, 1931, escrito en 1903.
  
  Encuentro por la calle al famoso artista moderno de interiores X.
  
  Buenos días, digo, ayer vi una vivienda suya.
  
  ¿Ah, sí? -¿Cuál de ellas?
  
  La del dr. Y.
  
  ¡Cómo, la del dr. Y! Por el amor de Dios, no mire esa porquería. La
  hice hace tres años.
  
  ¡Y que lo diga! Mire, querido colega, siempre he creído que entre
  nosotros hay una diferencia de principios. Ahora veo que sólo se trata
  de una diferencia de tiempo. Una diferencia de tiempo que incluso puede
  expresarse en años. ¡Tres años! Yo ya dije entonces que eso es una porquería
  -y usted no lo hace hasta hoy.
(Loos,1993-I: 305)
  
  
  
  
  "Los superfluos (Deutscher Werkbund)"
  M/in, Heft 15, Munich, 3 de Agosto de 1908.
  
  Ahí están, todos juntos y reunidos en Munich. Han vuelto a contar-
  les lo importantes que son a nuestros industriales y oficios manuales.
  Para justificar su existencia ya nos contaron al principio, hace diez
  años, que ellos iban a llevarle arte al oficio manual. Lo que jamás
  hubiera podido hacer el trabajador manual. Era demasiado moderno
  para ello. Para el hombre moderno el arte es una alta diosa, y conside-
  ra un atentado al arte prostituirlo en objeto de uso.
  
  Pero eso también lo pensaban los consumidores. El asalto de los
  incultos contra nuestra cultura moderna parecía haber quedado
  rechazado. Quedaron sin venderse el tintero (arrecife con dos ninfas),
  los candelabros (una muchacha sostiene un cántaro, en el que se
  mete la vela) , los muebles (las mesillas de noche son pequeños tambo-
  res, el buffet un gran tambor, alrededor del cual un roble de follaje
  calado extiende sus ramas). Y cuando alguien los compraba, se aver-
  gonzaba durante dos años de su propiedad. Con el arte no iba. Pero
  ellos estaban ahí y de algo tenían que vivir. Así que decidieron ayudar
  a la cultura a ponerse en pie.
  
  Eso tampoco parece que vaya. Una cultura colectiva -y sólo hay
  ésa- engendra formas colectivas. y las formas de los muebles de Van
  de Velde divergen completa y considerablemente de los muebles de
  Josef Hoffmann. Por cuál cultura debemos entonces decidirnos los
  alemanes? ¿Por la cultura de Hoffmann o por la de Van de Velde? ¿Por
  la de Riemerschmied o por la de Olbrich?
  
  Opino que con la cultura tampoco les va. Porque ya corre la voz
  de que las abundantes ocupaciones de los "artistas aplicados" son una
  cuestión de economía nacional para el Estado y los productores. Eso les
  han repetido durante tres días a los fabricantes.
  
  Pero pregunto: ¿Necesitamos a los "artistas aplicados"?
  
  No.
  
  Todas las industrias que hasta ahora han conseguido alejar de sí
  esas existencias superfluas están en la cima de su capacidad. Los pro-
  ductos de esas industrias son los únicos que representan el estilo de
  nuestro tiempo. Están tan en el estilo de nuestro tiempo que nosotros
  -y ese es el único criterio- no los encontramos de estilo. Han creci-
  do con nuestro pensar y sentir. Nuestros coches, nuestros vasos, nues-
  tros instrumentos ópticos, nuestros paraguas y bastones, nuestros baú-
  les y sillas de montar , nuestras cajas de cigarrillos y piezas de adorno
  de plata, nuestro trabajo de joyería y ropas son modernos. Lo son,
  porque todavía ningún espontáneo ha jugado a tutor de esos talleres.
  
  Seguro, los productos cultos de nuestro tiempo no tienen ningún
  contacto con el arte. Los tiempos bárbaros en los que las obras de arte
  se mezclaban con los objetos de uso acabaron definitiyamente. Para
  bien del arte. Al siglo Diecinueve le habrá correspondido un gran
  capítulo en la historia de la humanidad: le será agradecida la hazaña
  de haber aportado una clara diferencia entre arte e industria.
  
  La omamentación del objeto de uso es el inicio del arte. El negro
  papua cubre todos sus utensilios con ornamentos. La historia de la
  humanidad nos enseña cómo el arte busca librarse de su profanación,
  emancipándose del objeto de uso, del producto industrial. El bebedor
  del siglo Diecisiete podía beber tranquilamente de una jarra donde
  estuviese grabada una batalla de las amazonas, el comensal tenía ner-
  vios para cortar su pescado sobre un rapto de Proserpina. Nosotros no
  podemos. Nosotros. Nosotros, los hombres modernos.
  
  ¿Seremos por ello enemigos del arte, si queremos separarlo del ofi-
  cio manual? Ya pueden lamentarse los artistas inmodemos por que no
  se les solicite su ayuda en la fabricación de calzado, mientras que
  -con lágrimas en los ojos- piensan en los tiempos pasados. Albrecht
  Dürer tenía que fabricar hormas de zapatos. Pero el hombre moderno,
  el que es feliz de vivir hoy y no en el siglo Dieciséis, considera una
  barbarie tal abuso sobre lo artístico.
  
  Por bien de nuestra vida espiritual. Porque la Crítica de la razón
  pura no podía ser creada por un hombre que llevase cinco plumas de
  avestruz en el birrete, ni la Novena proceder de uno que cargase una
  puntilla del tamaño de un plato alrededor del cuello, y la alcoba
  mortuoria de Goethe es más soberbia que la botica de zapatero de Hans
  Sachs, aunque ahí cada pieza hubiera sido dibujada por Dürer.
  
  El siglo Dieciocho ha liberado del arte a la ciencia. Antes se
  dibujaban atlas anatómicos donde se enseñaba con esmero en grabados de
  cobre cómo se veían los dioses griegos sin la piel del vientre. A las
  venus mediceas les colgaban las vísceras. y todavía hoy los charlatanes
  bávaros enseñan ciencia en las ferias con "venus anatómicas".
  
  Necesitamos una cultura de ebanistas. Que los artistas aplicados vuel-
  van a ponerse a pintar cuadros o a barrer calles, y la tendremos.
(Loos,1993-I: 332-334)
  
  
  
  
  
  "Mi primera casa"
  Der Mmx-n. 3 de Octubre de 1910
  
  No sé cómo agradecer a la Oficina municipal de construcción la
  propaganda que me ha hecho al prohibirme seguir trabajando en la
  fachada. Un secreto mucho tiempo guardado ha surgido así a la luz
  del día: estoy construyendo una casa.
  
  ¡Mi primera casa! ¡Una casa: y no un escaparate! No hubiera ni
  soñado que en mis viejos días llegaría a construir una casa. Tras todas
  mis experiencias, sabía que nadie iba a estar tan loCO como para
  pedirme una casa. Y que era imposible hacer aprobar mis planos por
  cualquier inspección de obras.
  
  Porque ya había pasado por una experiencia. Me habían encargado
  la gloriosa tarea de construir una portería en Montreux, en la hermo-
  sa orilla del lago de Ginebra. Había allí muchas piedras, en la orilla, y,
  como loS antiguos habitantes de la orilla del lago habían construido
  todas sus casas con esas piedras, también yo quería hacerlo así. Por-
  que, en primer lugar, es barato, lo que queda también expresado en
  los honorarios del arquitecto -se recibe mucho menos-, y, en
  segundo lugar ,la gente tiene que esforzarse menos con el transporte.
  Yo estoy por principio en contra de trabajar mucho, sin excluir mi
  persona.
  
  Aparte de esto, no pensaba en nada malo. Imagínense mi
  asombro cuando fuí citado a la comisaría para preguntarme cómo yo,
  un extranjero, podía cometer tal atentado a la belleza del lago de
  Ginebra. Me dijeron que la casa era demasiado sencilla, ¿dónde esta-
  ban los adornos? Mi tímida objeción -que el propio lago, cuando no
  había viento, solía estar calmado y sin ornamentos y que, sin embargo,
  algunas personas lo declaraban aceptable- no pudo hacer nada.
  
  Recibí un certificado indicando que tal construcción, a
  causa de su sencillez y, por ello, fealdad, quedaba prohibida.
  
  Me fui feliz y muy contento a casa.
  
  ¡Feliz y muy contento! Pues, entre todos los arquitectos del globo
  terrestre, ¿cuál de ellos ha obtenido de la comisaría una declaración
  en negro sobre blanco de ser un artista? Cada uno de nosotros se
  toma por artista. Pero no siempre nos creen. Algunos creen a ése,
  otros a aquél. La mayoría, a nadie. de mí tenían que creerlo todos,
  incluso yo mismo tenía que creérmelo. Pues yo estaba prohibido,
  comisarialmente prohibido, como Frank Wedekind o Arnold Schön-
  berg. O, mejor dicho, como prohibirían a Arnold Schönberg si el
  comisario supiera leerle el pensamiento en sus notas.
  
  Yo tenía la conciencia de ser un artista, algo en lo que siempre
  había creído vagamente, y que la comisaría constataba ahora ofi-
  cialmente. Yo, como buen ciudadano del estado, sólo confío en el
  sello oficial. Pero esa conciencia la pagué cara. Alguien, quizá yo mismo,
  lo había divulgado, y así llegó a la gente, y ya nadie quería tener nada
  que ver con un ser tan peligroso como siempre es un artista. Pero no
  vaya a creerse que yo quedara ocioso; Cuando alguien tenía mil coro-
  nas, y necesitaba un mobiliario que pareciera de cinco mil coronas,
  venía a mí. Me había vuelto un especialista en ello. Pero quienes tení-
  an cinco mil coronas y querían, por ese precio, tener una mesita de
  noche que pareciera de mil coronas, iban a otro arquitecto. Así, como
  la primera categoría de gente es mucho más corriente que la segunda,
  yo tenía mucho quehacer. Ya se ve, no puedo quejarme.
  
  Pues bien, un día llegó un desgraciado y me pidió los planos para
  una casa. Era mi sastre. Ese buen hombre -en realidad eran dos bue-
  nos hombres- me había proporcionado trajes año tras año y me
  había enviado pacientemente una cuenta cada primero de año, la
  cual, no lo puedo ocultar, nunca menguó. No pude, ni puedo hoy
  todavía, a pesar de la fuerte protesta de mis mecenas, librarme de la
  sospecha que me encomendaron el honroso encargo para conseguir
  por lo menos una disminución de esa cuenta. Pues el arquitecto reci-
  be una donación de honor, el honorario del arquitecto. A pesar del
  buen nombre, esta donación de honor no está inmunizada de quedar
  sustraída de cuentas impagadas.
  
  Previne a los dos buenos hombres contra mí. Inútil. Querían categó-
  ricamente tener una reducción en la cuenta -pardon: otorgar la
  obra a un artista sellado oficialmente. Les dije: ¿queréis absolutamen-
  te que a hombres hasta ahora irreprochables les caiga encima, sin
  remedio, la policía? Lo querían. Ha ocurrido lo que les advertí. Por
  suerte, en el último momento, llegó el ingeniero jefe de obras Greil y
  ahuyentó al alguacil, quien ya tenía el encargo de meter en la cárcel
  municipal a los malhechores. Además de la alta autoridad siempre hay
  todavía, gracias a Dios, otra autoridad más alta.
  
  La casa pronto estará acabada. Cómo se arreglará lo de mis trajes,
  todavía no lo sé. Mis clientes ya no quieren construir otra casa nueva.
  Tendré que buscar un nuevo sastre. Si ese hombre resulta también un
  mecenas tan intrépido como mis hasta ahora suministradores de tra-
  jes, podrá construirse, dentro de diez años, mi segunda casa.
(Loos,1993-II: 19-21)
  
  
  
  
  "¿Belleza de la destrucción o destrucción de la belleza?"
  Paris-Soir, 5 de Abril de 1925
  
  Cuando, hacia 1865, el doctor filántropo Daniel Schreber animó a
  las familias numerosas obreras a adquirir terrenos fuera de las grandes
  ciudades, para crear campos verdeantes y plantar en ellos un abrigo,
  estaba lejos de pensar en las colonias obreras de nuestros días que lle-
  van su nombre. Al contrario, quería que se respetase el césped para
  servir de campo de juego a los niños, mientras que el padre y la madre
  descansaban, al abrigo, de las fatigas de la jornada.
  
  Pero las cosas ocurrieron de otro modo. El padre empuñó la azada y
  arrasó el terreno destinado a los juegos de los hijos. No contento con
  haber penado doce horas en la fábrica, se ha sentido impulsado, por
  una fuerza misteriosa, hacia una nueva tarea, sin pensar ni un minuto
  en la pena que iba a causar a sus hijos.
  
  Para comprender bien el gesto de ese hombre, basta observar que
  hay dos tipos de trabajo: el trabajo que destruye y el trabajo que cons-
  truye. Hay oficios que consisten únicamente en demoler. Hay oficios
  que derriban y construyen. Pero no hay ocupación humana que no
  haga más que construir. En efecto, sólo el trabajo destructivo es lo
  propio del hombre, y es innato en él, es adecuado a su naturaleza.
  
  Sólo el trabajo destructor es noble y digno del hombre. Es el
  trabajo del niño, como es el del genio o el del gentleman. Es ese
  trabajo el que da vida al cuerpo y al alma del hombre.
  
  La mandíbula y el estómago asimilan para el hombre alimentos
  variados que le permiten vivir; carnes que acrecientan su substancia,
  celulosas que barren y limpian. Si se alimenta únicamente de carne
  perece, y ése es un símbolo: el trabajo puramente constructivo lo lleva
  a su pérdida.
  
  Ved con qué alegría se da el hombre al trabajo de destrucción.
  El gesto del albañil que, al primer aviso a mediodía, deja el ladrillo que
  sostiene en la mano provoca la broma de los imbéciles. Pero, ¿habéis
  observado a ese albañil cuando tiene que derribar un muro? No dejará
  la piqueta que ha golpeado en ese muro hasta que la piedra no haya
  cedido.
  
  En el campo, ¿no experimentáis un placer perverso en segar de un
  bastonazo las malas hierbas que crecen en vuestro camino? y con una
  ruda patada de footballer alejáis la piedra del camino en la dirección
  en la que vais, y olvidáis la fatiga para seguir esa piedra y darle una
  nueva patada. Habéis inventado así un nuevo juego de golf.
  
  Gladstone abatía árboles. Pero, aquí, no hay alto ni bajo. El trabajo
  bajo, pero que destruye, el trabajo del minero, le asegura un rango
  elevado en el corazón del pueblo y de los poetas. Los despojos de Jean
  Jaurès no fueron llevados por zapateros y sastres, sino por mineros.
  
  Cuando la humanidad era joven, sólo se honraba al trabajo destructor.
  El trabajo productivo se le dejaba a las mujeres y a la naturaleza. El caza-
  dor, el criador de ganado y el agricultor son verdaderos demoledores.
  
  El agricultor, con su azada y su carro, hiere y desgarra el seno de la
  tierra, lanza semillas al suelo, bate el trigo y corta los cepos. ..El moli-
  nero prosigue la obra de destrucción. y los primeros obreros huma-
  nos fueron demoledores, cortadores* de tejidos, talladores de piedra,
  carpinteros. Es suprimiendo las partes inutilizables de las materias pri-
  mas como crean objetos. El hombre era el amo, la mujer no era apta
  más que para ejecutar los trabajos de producción, trabajos de esclavo.
  
  La humanidad envejece y, cada vez más, fue quitando el trabajo
  a las mujeres y poniéndolo en manos de los artesanos. La mujer adquirió así
  importancia. Pero el antiguo trabajo de la mujer, convertido en el tra-
  bajo del artesano, seguía siendo un trabajo destructor y constructor.
  Antes de poder coser, era necesario cortar la tela a trozos adecuados.
  El gozo del sastre era bien corto, y el trabajo del constructor bien lar-
  go. Puntada a puntada. Hincar un poste en el fondo del lago debía
  dar más gusto, pero seguía siendo una puntada.
  
  En el siglo XIX una desgracia se abatió sobre la humanidad: la divi-
  sión del trabajo. El taylorismo ya no le deja a la pobre costurera el pla-
  cer de cortar su hilo. Tenemos categorías completas de humanos con-
  denadas a trabajos únicamente constructivos. ¿Os sorprenderá que el
  padre haya cogido la azada y destruido el campo de juego de sus hijos
  para hacer heridas a nuestra vieja madre tierra?
  No quería perder su cualidad de hombre.
  
  
  
  
  * "Sastres", en el original francés «tailleurs», es decir "cortadores", como en alemán:
  «Schneidern». Es el oficio opuesto al de la costurera.
(Loos,1993-II: 223-225)
  
  
  
  
  
"Ornamento y delito" Conferencia de 1908; primera edición desconocida y en: Cahiers d'aujourd'hui, 1913; Frankfurter Zeitung, 24 de Octubre de 1929. El embrión humano atraviesa en el cuerpo de la madre todas las fases de desarrollo del reino animal. Cuando la persona nace, sus impresiones conscientes son iguales a las de un perro recién nacido. Su infancia atraviesa todas las transformaciones correspondientes a la historia de la humanidad. A los dos años ve como un papúa, a los cua- tro años como un germano, a los seis como Sócrates, a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años llega a reconocer el violeta, el color descubierto en el siglo Dieciocho, pues antes el violeta era azul y el púrpura rojo. El físico muestra hoy en el espectro solar colores que ya tienen nombre, pero cuyo reconocimiento está reservado a las perso- nas del porvenir. El niño es amoral. El papúa también lo es, para nosotros. El papua mata a sus enemigos y los devora. No es ningún delincuente. Pero si una persona moderna mata a alguien y lo devora, es un delincuente o un degenerado. El papúa tatúa su piel, su barca, su remo, en una palabra todo lo que está a su alcance. No es ningún criminal. La persona moderna que se tatúa es o un delincuente o un degenerado. Hay pri- siones en las que un ochenta por ciento de los presos muestran tatua- jes. Los tatuados que no están en prisión son delincuentes latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, habrá muerto algunos años antes de llegar a cometer un crimen. El impulso de ornamentarse la cara y todo lo que esté al alcance de uno es el origen del arte plástico. Es el balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico. El primer ornamento que nació, la cruz, tenía un origen erótico. La primera obra de arte, el primer acto artístico que el primer artista, para librarse de sus excrecencias, untó en la pared. Una línea horizon- tal: la mujer yaciendo. Una línea vertical: el hombre penetrándola. El hombre que lo creó sintió el mismo impulso que Beethoven, estaba en el mismo cielo donde Beethoven creó la Novena. Pero la persona de nuestro tiempo que, por impulso interior, prin- gue las paredes con símbolos eróticos es o un delincuente o un dege- nerado. Es natural que este impulso sorprenda con más fuerza en los excusados a personas con tales síntomas de degeneración. Puede medirse la cultura de un país por el grado en que están ensuciadas las paredes de los retretes. En el niño es un síntoma natural: su primera manifestación artística es el emborronamiento de las paredes con sím- bolos eróticos. Pero lo natural en el papúa y en el niño es, en la perso- na moderna, un síntoma de degeneración. He encontrado la siguien- te sentencia y se la ofrezco al mundo: la evolución de la cultura es proporcional a la desaparición del ornamento en los objetos utilita- rios. Con ello, creí darle al mundo nueva alegría; no me lo ha agrade- cido. Se entristecieron y agacharon la cabeza. Lo que les deprimía era saber que no podía inventarse ningún nuevo ornamento. ¿Cómo, sólo nosotros, personas del siglo Diecinueve, seremos incapaces de hacer lo que es capaz de hacer cualquier negro, lo que han sido capaces de hacer todos los pueblos y todos los tiempos anteriores a nosotros? Lo que la humanidad había ido creando sin ornamento, durante los anteriores milenios, fue tirado sin respeto y quedó entregado a la des- trucción. No conservamos ningún banco de carpintero de época carolin- gia, pero se recogió y se limpió cualquier mamarrachada que mostrara el mínimo adorno; y se construyeron suntuosos palacios para su custo- dia. Triste deambulaba, pues, la gente entre las vitrinas, y se avergon- zaba de su impotencia. Cada época tenía su estilo, ¿y sólo a nuestra época debía negársele un estilo? Por estilo entendían ornamento. Entonces dije: no lloreis. Ved, es esto lo que caracteriza la grandeza de nuestro tiempo: que no sea capaz de ofrecer un nuevo or- namento. Hemos superado el ornamento, nos hemos decidido por la desorna- mentación. Ved, está cercano el tiempo, el gozo nos espera. ¡Pronto relucirán como muros blancos las calles de las ciudades! Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Pues ahí estará el gozo. Pero hay espíritus negros que no quieren tolerarlo. La humanidad debiera seguir jadeando en la esclavitud del ornamento. Las personas estaban suficientemente desarrolladas como para que el ornamento no les produjera sensaciones de placer, suficientemente desarrolla- das como para que un rostro tatuado no despertara sentimiento estéti- co, como entre los papúas, sino que lo disminuyera. Suficientemente desarrolladas como para sentir alegría por una lata de cigarrillos lisa, mientras que no compraban una adornada ni por el mismo precio. Eran felices en sus vestidos y estaban contentos de no tener que dar vueltas con pantalones de terciopelo rojo y pasamanería de oro, como los monos de feria. Y dije: mirad, el cuarto mortuorio de Goethe es más señorial que toda la pompa renaissance, y un mueble liso es más her- moso que todas las piezas de museo incrustadas y talladas. El lenguaje de Goethe es más hermoso que todos los ornamentos de los pastores del río Pegnitz. Los espíritus negros oyeron esto con malhumor y el Estado, cuya tarea es detener el desarrollo cultural de los pueblos, hizo suya la cuestión de desarrollar y reponer el ornamento. ¡Ay del Estado cuyas revoluciones estén promovidas por los consejeros de Corte! Pronto se vió en el Museo de industrias artísticas de Viena un bufet llamado «La buena pesca", pronto hubo armarios que llevaron el nombre de «La princesa encantada" o algo parecido, refiriéndose al omamento con que estaban cubiertos estos desgraciados muebles. El Estado austríaco toma su deber tan al pie de la letra que procura que no desaparezcan las polainas del territorio de la monarquía austro-húngara. Obliga a todo hombre culto de veinte años a llevar polainas durante tres años, en lugar de calcetines confeccionados. Pues, en resumidas cuentas, todo Estado se apoya en la convicción de que, cuanto más atrasado sea un pueblo, más fácil es de gobernar. Así, la epidemia ornamental está reconocida estatalmente y es sub- vencionada con dinero estatal. Yo, sin embargo, veo en ella un paso atrás. No tolero la objeción de que el ornamento estimula la alegría vital de la persona culta, no tolero la objeción que se reviste en las palabras: "¡pero cuando el ornamento es bello...!" A mí, y conmigo a todos las personas cultas, el ornamento no me estimula la alegría vital. Cuando quiero tomar un trozo de empanada, escojo uno que sea bien liso, y no uno que represente un corazón, un niño con pañales o un jinete recubierto de ornamentos. El hombre del siglo Quince no me comprenderá. Pero sí todas las personas modernas. El defensor del ornamento cree que mi impulso por la sencillez equivale a una morti- ficación. ¡No, distinguido señor profesor de la Escuela de industrias artísticas, no me mortifico! Me sabe mejor así. Los vistosos guisos de siglos pasados, que mostraban toda clase de adornos para hacer parecer más apetecibles los pavos, las faisanes, las langostas, producen en mí el efecto contrario. Con horror voy por una exposición culina- ria, si pienso que tendría que comerme esos cadáveres de animales disecados. Yo como roastbeaf. El enorme daño y las desolaciones que produce el resurgimiento del ornamento en el desarrollo estético podrían soportarse fácilmen- te, ¡pues nadie, ni siquiera un organismo estatal, puede parar la evolu- ción de la humanidad! Sólo la puede retrasar. Sabremos esperar. Pero será un delito contra la economía nacional pues, con ello, se echa a perder trabajo humano, dinero y material. Esos daños no los puede compensar el tiempo. El ritmo del desarrollo cultural sufre con los rezagados. Quizá yo viva en 1908, pero mi vecino vive en 1900 y aquel de allí en 1880. Es una desgracia para un Estado que la cultura de sus habitantes se reparta en un espacio de tiempo tan grande. El campesino de Kals vive en el siglo Doce. Y a las fiestas del Cincuentenario fueron gentes que hubieran sido consideradas atrasadas cuando las grandes migra- ciones. ¡Afortunado el país que no tiene rezagados ni depredadores! ¡Afortunada América! Entre nosotros mismos hay aun en las ciudades personas inmodernas, rezagados del siglo Dieciocho, que se horrori- zan de un cuadro con sombras violeta, porque todavía no pueden ver el violeta. A ellos les sabe mejor el faisán en el que el cocinero trabaja durante días, y la lata de cigarrillos con los ornamentos renaissance les gusta más que la lisa. ¿y qué pasa en el campo? Vestidos y mobilia- rio pertenecen por completo a siglos pasados. El campesino no es un cristiano, es todavía un pagano. Los rezagados retrasan el desarrollo cultural de los pueblos y de la humanidad, pues el ornamento no sólo es producido por delincuen- tes sino que es un delito, porque daña considerablemente la salud del hombre, los bienes nacionales y, por tanto, el desarrollo cultural. Cuando son vecinas dos personas que, teniendo las mismas necesida- des, las mismas pretensiones en la vida y la misma renta, pertenecen a culturas diferentes, puede observarse, desde un punto de vista de eco- nomía nacional, el siguiente fenómeno: el hombre del siglo Veinte se va haciendo cada vez más rico, el hombre del siglo Dieciocho cada vez más pobre. Supongo que ambos viven a su gusto. El hombre del siglo Veinte puede cubrir sus necesidades con un capital mucho más redu- cido y, por ello, hacer ahorros. La verdura que le gusta está simple- mente cocida en agua y untada con un poco de mantequilla. Al otro hombre no le sabe tan bien hasta que, además, esté mezclada con miel y nueces y alguien se haya pasado horas cociéndola. Los platos adornados son muy caros, mientras que la vajilla blanca, que le sabe bien a las personas modernas, es barata. Uno hace ahorros, el otro deudas. Así ocurre con naciones enteras. ¡Ay del pueblo que quede atrás en el desarrollo cultural! Los ingleses se vuelven más ricos y nosotros más pobres... Todavía mucho mayor es el daño que sufre el pueblo productor del ornamento. Como el ornamento ya no es producto natural de nuestra cultura, sino que señala un retraso o un síntoma de degeneración, el trabajo del ornamentista ya no está adecuadamente pagado. Son conocidas las condiciones en las industrias de los tallistas de madera y de los torneros, los precios criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y a las encajeras. El ornamentista tiene que tra- bajar veinte horas para alcanzar los ingresos de un trabajador moder- no que trabaje ocho horas. El ornamento encarece, como regla gene- ral, el objeto; pero ocurre, sin embargo, que un objeto adornado, con igual precio de material y, como puede demostrarse, con tres veces más tiempo de fabricación, es ofrecido a la mitad del precio que cues- ta un objeto liso. La carencia de ornamento tiene como consecuencia una disminución del tiempo de trabajo y una subida del salario. El tallista chino trabaja dieciseis horas, el trabajador americano ocho. Si, para una lata lisa, pago lo mismo que para una ornamentada, la dife- rencia en tiempo pertenece al trabajador. y si no hubiera ningún ornamento, una situación que quizá llegará en milenios, el hombre sólo tendría que trabajar cuatro horas en vez de ocho, pues hoy en día todavía la mitad del trabajo corresponde a los ornamentos. El ornamento es fuerza de trabajo malgastada y, por ello, salud mal- gastada. Así fue siempre. Hoy, además, también significa material mal- gastado, y ambas cosas significan capital malgastado. Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cul- tura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo. No es capaz de desarrollarse. ¿Qué pasó con la ornamenta- ción de Otto Eckmann, qué con la de Van de Velde? El artista siempre estuvo lleno de fuerza y salud, en la cima de la humanidad. Pero el ornamentista moderno es un rezagado o una aparición patológica. Él mismo reniega de sus productos al cabo de tres años. A las gentes cul- tas les son insoportables inmediatamente, pero los demás no son cons- cientes de esta insoportabilidad hasta al cabo de años. ¿Dónde están hoy los trabajos de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán dentro de diez años los trabajos de Olbrich? El ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Es recibido con alegría por gentes incultas, para quienes la grandeza de nuestro tiempo es un libro con siete sellos, y, al poco tiempo, lo rechazan. La humanidad está hoy más sana que nunca, sólo hay unos pocos enfermos. Pero esos pocos tiranizan al trabajador que está tan sano que no puede crear ningún ornamento. Le obligan a fabricar los ornamentos creados por ellos en los más variados materiales. El cambio de ornamentación tiene como consecuencia la rápida desvalorización del producto. El tiempo del trabajador y el material empleado son capitales que se malgastan. Yo he instaurado la senten- cia: que la forma de un objeto aguante tanto tiempo, es decir sea soportable tanto tiempo, como fisicamente aguante el objeto. Quiero intentar explicarlo: un traje cambiará su forma más a menudo que una valiosa piel. La toilette de baile de la mujer, destinada para una sola noche, cambiará su forma más rápidamente que una mesa de escritorio. Pero, ¡ay, si tiene que cambiar la mesa de escritorio tan rápidamente como una toilette de baile, porque a uno se le haya vuel- to insoportable su vieja forma!: entonces se ha perdido el dinero empleado para la mesa de escritorio. Esto lo saben bien los ornamentistas, y los ornamentistas austríacos intentan sacar el mejor partido de esta falta. Dicen: «preferimos un consumidor que tenga una decoración que se le haga insoportable ya al cabo de diez años, y que esté obligado por ello a amueblarse cada diez años, a uno que no se compre un objeto hasta que el viejo está gastado. La industria lo requiere así. El cambio rápido da empleo a millones.» Este parece ser el secreto de la economía nacional austría- ca: qué a menudo se oyen, al estallar un incendio, las palabras: «Gra- cias a Dios, ahora volverá la gente a tener algo que hacer.» ¡Para eso conozco un buen medio! Se incendia una ciudad, se incendia el reino y todo nada en dinero y abundancia. Se fabrican muebles con los que al cabo de tres años puede hacerse fuego, guarniciones que después de cuatro años tienen que ser fundidas porque ni en subasta puede alcanzarse ni la décima parte del precio del trabajo y del material, y nosotros nos volvemos más y más ricos. La pérdida no atañe solamente a los consumidores, atañe sobre todo al productor. El ornamento en cosas que, hoy, gracias al desarro- llo, hayan llegado a ser desornamentadas significa fuerza de trabajo malgastada y material estropeado. Si todos los objetos aguantaran tan- to estéticamente como lo hacen físicamente, el consumidor podría pagar por ellos un precio que daría a ganar más dinero al trabajador, teniendo que trabajar menos tiempo. Por un objeto que estoy seguro de poder aprovechar completamente y gastar hasta el final, pago a gusto cuatro veces más que por uno de peor forma o material. Pago con gusto cuarenta coronas por mis botas, a pesar de que podría obte- ner en otra tienda botas por diez coronas. Pero en las industrias que se consumen bajo la tiranía de los ornamentistas no se valora el buen o el mal trabajo. El trabajo sufre, porque nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor. Y ya está bien así, pues las cosas ornamentadas sólo se soportan en la ejecución más deslucida. Me cuesta menos olvidar un incendio si oigo que sólo se han quemado baratijas. Puedo alegrarme con las tonterías de la Künstlerhaus, sabiendo que se construyen en pocos días y que se desmontan en un día. Pero lanzar monedas de oro en lugar de guija- rros, encender un cigarrillo con un billete de banco, moler y beber una perla, causan un efecto inestético. Las cosas ornamentadas causan verdaderamente un efecto inestético cuando han sido ejecutadas con el mejor material y con el más alto esmero, y cuando han requerido un largo período de trabajo. No pue- do negar haber exigido antes que nada trabajo de calidad pero, como es comprensible, no para tales cosas. La persona moderna, que considera sagrado al ornamento, como signo del derroche artístico de épocas pasadas, reconocerá inmediata- mente lo atormentado, lo penosamente conseguido y lo enfermizo de los ornamentos modernos. Ningún ornamento puede nacer hoy de alguien que viva en nuestro nivel cultural. Distinto es con personas y pueblos que todavía no han alcanzado este nivel. Predico a los aristócratas, es decir, a personas que estén en la cumbre de la humanidad y que tengan, no obstante, la más profunda comprensión para con el impulso y la necesidad de los que están por debajo. Al cafre que entreteje ornamentos en los tejidos según un rit- mo definido, que sólo se llegan a entender al destrenzarlos, al persa que cose sus alfombras, a la campesina eslovaca que borda sus punti- llas, a la vieja dama que hace a ganchillo maravillas en perlas y seda, a ellos los comprende muy bien. El aristócrata los tolera, sabe que las horas en las que trabajan son sus horas sagradas. El revolucionario iría ahí y les diría: «todo eso no tiene sentido». Igual que apartaría a la vie- ja mujercita del calvario y le diría: «Dios no existe» El ateo de entre los aristócratas, sin embargo, se quita el sombrero cuando pasa por delante de una iglesia. Mis zapatos están completamente cubiertos de ornamentos, que constan de festones y agujeros. Trabajo que ha hecho el zapatero, que no se le ha pagado. Yo voy al zapatero y le digo: «Usted pide treinta coronas por un par de zapatos. Yo le pagaré cuarenta.» Con ello levan- to a este hombre a una altura feliz, que me la agradecerá con trabajo y material que, en su calidad, no están en ninguna relación con el pre- cio de más. Es feliz. Pocas veces llega la felicidad a su casa. Ante él tie- ne un hombre que le entiende, que estima su trabajo y que no duda de su probidad. En su imaginación ya ve ante él los zapatos acabados. Sabe dónde encontrar hoy la mejor piel, sabe a qué trabajador confia- rá el trabajo y sabe que los zapatos tendrán festones y agujeros, tantos como quepan en un zapato elegante. Y ahora le digo: «Pero le pongo una condición. El zapato debe ser completamente liso.» Entonces le he empujado desde las alturas más dichosas hasta el tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he quitado toda la alegría. Predico a los aristócratas. Soporto ornamentos en mi propio cuerpo si constituyen la alegría de mis conciudadanos. Entonces son también mi alegría. Soporto los omamentos del cafre, del persa, de la campesi- na eslovaca, los ornamentos de mi zapatero, pues ninguno de ellos tie- ne otro medio para llegar a las cimas de su existencia. Pero nosotros tenemos el arte, que ha substituido al ornamento. Nosotros vamos, tras el esfuerzo y la fatiga cotidianos, a Beethoven o al Tristán. Esto no lo puede hacer mi zapatero. No debo arrebatarle su alegría, ya que no puede sustituirla por nada. Pero quien va a la Novena sinfonía y se sienta a dibujar un modelo de tapiz, ese es o un estafador o un degenerado. La falta de ornamento ha llevado a las artes hasta alturas insos- pechadas. Las sinfonías de Beethoven no habrían sido escritas por un hombre que tuviera que ir metido en seda, terciopelo y puntillas. Quien hoy en día vaya por ahí en traje de terciopelo no es un artista, sino un bufón o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más finos, más sutiles. Los miembros de las tribus tenían que distinguirse con diferentes colores, la persona moderna utiliza su vestido como máscara. Su individualidad es tan grande que ya no se expresa a través de vestidos. Ausencia de ornamento es signo de fuerza intelectual. La persona moderna utiliza los ornamentos de culturas primitivas y exóti- cas a su gusto. Su capacidad de invención la concentra en otras cosas.
(Loos,1993-I: 346-355)
  
  
  
  
  
"Arquitectura Der Stunn, 15 de Diciembre de 1910 ¿Puedo conducirles a la orilla de un lago de montaña? El cielo es azul, el agua verde y todo descansa en profunda paz. Las montañas y las nubes se reflejan en el lago, y así las casas, caseríos y ermitas. No parecen creadas por mano humana. Están como salidas del taller de Dios, como las montañas y los árboles, las nubes y el cielo azul. Y todo respira belleza y silencio... ¡Eh, qué es aquello! Un tono equivocado en esa paz. Como un rui- do innecesario. Enmedio de las casas de los campesinos, que no las hicieron ellos sino Dios, hay una villa. ¿Proyecto de un buen o de un mal arquitecto? No lo sé. Sólo sé que ya no hay paz, ni silencio, ni belleza. Porque ante Dios no hay buenos o malos arquitectos. Junto a su tro- no todos los arquitectos son iguales. En las ciudades, donde reina Belial, hay finas nuances, como suele suceder con las clases de vicios. Y por ello pregunto: ¿cómo es que todo arquitecto, bueno o malo, deshonra el lago? El campesino no lo hace. Tampoco el ingeniero que construye un ferrocarril en la orilla o que traza con su barco profundos surcos en el claro espejo del lago. Ellos crean de otra manera. El campesino ha marcado sobre el verde césped el suelo sobre el que tiene que levantarse la nueva casa y ha excavado la tierra para los cimientos. Ahora aparece el albañil. Si cerca hay suelo de arcilla, entonces habrá un tejar que proporcione ladrillo;s. Si no, servirá la misma piedra que forma la orilla. V, mientras el albañil va colocando ladri- llo sobre ladrillo, piedra sobre piedra, el carpintero se ha instalado a su lado. Alegremente suenan los hachazos. Está haciendo el teja- do. ¿Qué clase de tejado? ¿Uno hermoso o uno feo? No lo sabe. El tejado. Y luego el carpintero toma las medidas para puertas y ventanas, y aparecen todos los demás y miden y van a su taller y trabajan. Y luego el campesino remueve un gran perol con cal y hace la casa de un her- moso blanco. Conserva, sin embargo, la brocha, pues por la pascua del año que viene volverá a necesitarla. Él ha querido levantar una casa para sí y para los suyos y para su ganado, y lo ha logrado. Igual que pudo su vecino o su bisabuelo. Como puede cualquier animal que se deja llevar por sus instintos. ¿Es la casa hermosa? Sí, tan hermosa como lo son la rosa o el cardo, el caballo o la vaca. Y vuelvo a preguntar: ¿por qué un arquitecto, tanto el bueno como el malo, deshonra el lago? El arquitecto no tiene, como casi ningún habitante de la ciudad, cultura alguna. Le falta la seguridad del cam- pesino, que posee cultura. El habitante de la ciudad es un desarraiga- do. Llamo cultura a aquel equilibrio de la persona interior y exterior, lo único que posibilita un pensar y un actuar razonable. Próximamen- te pronunciaré la siguiente conferencia: ¿por qué los papúas tienen cultura y los alemanes no? Hasta ahora, la historia de la humanidad no contaba con ningún período falto de cultura. Le estaba reservado crear ese período al habitante de la ciudad en la segunda mitad del siglo Diecinueve. Has- ta aquí, el desarrollo de nuestra cultura ha llegado en una corriente perfectamente regular. Cada cual obedecía a su hora, sin mirar ni hacia delante ni hacia atrás. Pero entonces aparecieron falsos profetas. Dijeron: qué fea y qué triste es nuestra vida. y lo reunieron todo de todas las culturas, lo expusieron en museos y dijeron: mirad, eso es belleza, pero vosotros vivís en una deplorable fealdad. Ahí había muebles que eran como casas, llenos de columnas y mol- duras, ahí había terciopelo y seda. Ahí había, sobre todo, ornamentos. Y como el trabajador manual, que era un hombre moderno y culto, no sabía dibujar ornamentos, tuvieron que fundarse escuelas para poder deformar a hombres jóvenes y sanos, hasta que lo aprendieran. Como en China, que meten gatos en un jarrón y les alimentan durante años hasta que, como siniestras criaturas, rompen su jaula. Esos siniestros abortos espirituales eran entonces contemplados como es debido, igual que sus hermanos chinos, y así podían, gracias a sus deformaciones, ganarse el pan fácilmente. Pues allí no hubo nadie que gritara a la gente: ¡Pensad! El camino de la cultura es un camino que va desde el ornamento hasta la caren- cia de ornamento. Evolución de la cultura equivale al alejamiento del ornamento del objeto de uso. El papúa cubre todo lo que está a su alcance con ornamentos, desde su rostro y su cuerpo hasta su arco y su bote de remos. Pero hoy el tatuaje es un signo de degeneración, y sólo está en uso entre los delincuentes y los aristócratas degenerados. y la persona culta, a diferencia del papúa, estima más hermoso un ros- tro no tatuado que uno tatuado, aunque el tatuaje sea de Miguel Ángel o de Kolo Moser en persona. ¡Y el hombre del siglo Diecinueve quiere saber fuera del alcance de los nuevos papúas fabricado artísti- camente, no sólo su rostro, sino también su maleta, su vestido, su vivienda, su casa! ¿El gótico? ¡Nosotros hemos superado a las personas del gótico! ¿El renaissance? Lo hemos superado. Nos hemos vuelto más finos y más nobles. Nos faltan los nervios robustos que se necesitan para beber de un gran tazón de marfil donde está tallada una batalla de las amazonas. ¿Hemos perdido antiguas viejas técnicas? Gracias a Dios. Las hemos cambiado por los sonidos esféricos de Beethoven. Nuestros templos ya no están pintados, como el Partenón, de azul, rojo, verde y blanco. No, hemos aprendido a sentir la belleza de la pie- dra desnuda. Pero entonces -decía- no había nadie, y los enemigos de nuestra cultura y los aduladores de viejas culturas tenían el juego fácil. Ade- más causaron un equívoco respecto a todo esto. Malentendieron las épocas pasadas. Como sólo se conservaron aquellos objetos de uso que, debido a su ornamentación insensata, se prestaban poco al uso y que, por ello, no se gastaron, sólo llegaron hasta nosotros las cosas ornamentadas, y así se creyó que antes sólo existieron cosas ornamen- tadas. Además era más fácil determinár la edad y procedencia de las cosas por su ornamento, y catalogar era uno de los regocijos edifican- tes de aquella época maldita. Hasta aquí ya no llegaba el trabajador manual. Pues, en un sólo día, debía ser capaz de hacer y crear todo cuanto habían hecho todos los pueblos durante milenios. Esas cosas habían sido en cada ocasión expresión de una cultura, y los maestros las producían como el cam- pesino construye su casa. El maestro de hoy sólo puede trabajar como el maestro de siempre. Y el contemporáneo de Goethe ya no puede hacer ornamentos. Entonces se tomó a los deformados y se les impuso como tutor del maestro. Y al albañil y al maestro de obras se les puso un tutor. El maestro de obras sólo sabía construir casas: al estilo de su tiempo. Pero quien fue- ra capaz de construir en cualquier estilo del pasado, quien hubiera perdido el contacto con su propio tiempo, el desarraigado y deforma- do, ése se hizo el rey, ése, el arquitecto. El trabajador manual no podía preocuparse mucho de libros. El arquitecto lo sacaba todo de los libros. Una enorme literatura lo pro- veía con todo lo digno de saberse. Uno no puede imaginarse cuánto veneno le dió a nuestra cultura urbana toda esa cantidad de hábiles publicaciones editoriales, cómo impidió cualquier reflexión propia. Daba lo mismo si el arquitecto había aprendido las formas de manera que las pudiese copiar de memoria o si debía tener delante suyo el modelo durante su "creación artística ". El efecto era siempre el mis- mo. Siempre era un horror. Y ese horror creció hasta el infinito. Cada uno deseaba ver su cosa eternizada en nuevas publicaciones, y llegó un gran número de periódicos arquitectónicos para complacer la vanidad de los arquitectos. Y así ha seguido hasta el día de hoy. Pero el arquitecto también ha reemplazado al trabajador de la cons- trucción por otra razón. Aprendió a dibujar y, como no aprendió otra cosa, sabía hacerlo bien. El trabajador manual no sabe. Su mano se ha vuelto pesada. Los trazos de los viejos maestros son pesados, cualquier estudiante de arte industrial de la construcción sabe hacerlo mejor. jY ya está aquí el llamado dibujante grácil, buscado y bien pagado por todo despacho de arquitecto! El arte de la construcción ha descendido, a causa de los arquitectos, hasta arte gráfico: No consigue el mayor número de contratos quien sabe construir mejor, sino aquel cuyos trabajos causan mejor efecto sobre el papel. Y ambos son antípodas. Si quisieran alinearse a las artes en fila, y se empezara por la gráfica, encontraríamos que, desde ella, se pasa a la pintura. Desde ella puede pasarse, por la escultura polícroma, a la plástica, desde la plástica a la arquitectura. Gráfica y arquitectura son principio y fin de una fila. El mejor dibujante puede ser un mal arquitecto, el mejor arquitecto puede ser un mal dibujante. Desde que uno decide hacerse arquitec- to, se le requiere talento para el arte gráfico. Toda nuestra nueva arquitectura se ha creado sobre el tablero de dibujo, y los dibujos así nacidos se exponen plásticamente, como se colocan pinturas en un panóptico. Para los antiguos maestros, sin embargo, el dibujo era sólo un medio para hacerse entender por el operario ejecutante. Como el poeta tiene que hacerse entender por la escritura. Pero nosotros toda- vía no estamos tan desprovistos de cultura como para hacerle apren- der poesías a un niño poesías a base de escritura caligráfica. Ahora lo sabemos: cada obra de arte tiene tales y tan fuertes leyes internas que sólo puede aparecer en una única forma. Una novela de la que resulte un buen drama es, como novela y como drama, mala. Un caso más irritante aún es aquél en el que dos artes diferentes, aunque muestren por lo demás puntos de contacto, puedan ser mezcladas. Una imagen que sirva para un panóptico es un mal cuadro. En Kastán puede verse un tirolés de salón, pero no una salida de sol de Monet o un aguafuerte de Whistler. Pero es terrible cuando un dibujo de arquitectura, que ya por su forma de representa- ción tenga que ser considerado una obra de arte gráfica -y hay verda- deros artistas gráficos entre loS arquitectos-, llega a realizarse en pie- dra, hierro y cristal. Pues el signo sentido como auténtico de la arqui- tectura es: que quede sin efectos planos. Si pudiera borrar de la memoria de los contemporáneos el acontecimiento arquitecónico más fuerte, el palacio Pitti, y presentarlo dibujado por el mejor dibu- jante como proyecto a un concurso: el jurado me encerraría en el manicomio. Hoy, sin embargo, reina el dibujante grácil. Las formas ya no las crean las herramientas, sino el lápiz. Por el moldurado de un edificio, por su forma de ornamentación, puede deducir el observador si el arquitecto trabaja Con lápiz número 1 o lápiz número 5. y de qué terrible ruina del gusto es responsable el compás. El puntear con la plumilla ha producido la epidemia del cuadrado. Ningún marco de ventana, ninguna placa de mármol se queda sin puntear a escala 1:100, y albañil y picapedrero tienen que hacer sudar la frente por el sinsentido gráfico. Si al artista le ha entrado casualmente tinta china en la plumilla, también deberá molestarse el dorador. Pero yo digo: un buen edificio no da ninguna impresión trasladado a la imagen, al plano. Mi mayor orgullo es que los interiores que he creado estén completamente desprovistoS de efecto en fotografía. Que los habitantes de mis edificioS no reconozcan su propia vivienda en fotografia, Como el propietario de un cuadro de Monet no recono- cería su obra en Kastan. Tengo que renunciar al honor de ser publica- do en las diferentes revistas arquitectónicas. Me es prohibida la satis- facción de mi vanidad. Y quizá por eso mi influencia es inefectiva. No se conoce nada de mí. Pero así se muestra la fuerza de mis ideas y el acierto de mi ense- ñanza. Yo, el no publicado, yo, cuyo efecto no se conoce, soy el único entre miles que tiene verdadera influencia. Puedo servirme de un ejemplo. Cuando se me permitió por primera vez crear algo -era bas- tante difícil porque, como dije, los trabajos a mi manera no pueden representarse gráficamente- me hice muchos enemigos. Era hace doce años: el café Museum en Viena. Los arquitectos lo llamaban el "café nihilismus". Pero el café Museum existe todavía hoy, mientras que todos los trabajos modernos de ebanistería de los miles restantes han sido lanzados al cuarto de los trastos hace ya mucho tiempo. O bien tienen que avergonzarse de esos trabajos. Y que el café Museum haya tenido más influencia sobre nuestro trabajo de ebanistería de hoy que todos los trabajos anteriores juntos, puede demostrárseles con una ojeada al año 1899 de la revista de Munich Dekorative Kunst, donde se reprodujo ese interior -creo que entró por descuido de la redacción. Pero no fueron esas dos reproducciones fotográficas lo que entonces provocó la influencia -permanecieron completamente inadvertidas. Sólo ha tenido influencia la fuerza del ejemplo. Aquella fuerza con la que también los viejos maestros causaron efecto, más rápidamente y más lejos, hasta los más alejados rincones de la tierra, a pesar o, mejor, porque todavía no había correo, telégrafos ni periódi- cos. La segunda mitad del siglo Diecinueve estaba llena del clamor de los incultos: ¡No tenemos ningún estilo de construcción! Cuán falso, cuán desacertado. Justamente ese período tenía un estilo acentuado más fuertemente, diferenciable más fuertemente que cualquier perío- do anterior que hubiera existido; fue un cambio que ha quedado sin parangón en la historia de la cultura. Pero, como los falsos profetas sólo sabían reconocer un producto por las diferentes apariencias de su ornamento, el ornamento se les convirtió en fetiche, y sustituyeron esa criatura, llamándola estilo. Ya teníamos estilo verdadero, pero no teníamos ornamento. Si pudiera abatir todos los ornamentos de nues- tras casas viejas y nuevas, de manera que quedaran solamente las pare- des desnudas, sería verdaderamente difícil diferenciar la casa del siglo Quince de la del siglo Diecisiete. Pero las casas del siglo Diecinueve las descubriría cualquier profano a primera vista. No teníamos orna- mento, y ellos lamentaban que no teníamos estilo. Y copiaron durante tanto tiempo ornamentos desaparecidos hasta encontrarlos ridículos ellos mismos y, cuando ya no pudieron más, crearon nuevos ornamen- tos -o sea que habían degenerado tanto culturalmente que ya podí- an hacerlo. y por fin se alegran de haber encontrado el estilo del siglo Veinte. Pero el estilo del siglo Veinte no es eso. Hay muchas cosas que muestran en forma pura al estilo del siglo Veinte. Son aquellas a cuyos productores no les pusieron como tutores a los degenerados. Tales productores son, sobre todo, los sastres. Tales son los zapateros, los cartereros y guarnicioneros, los constructores de carruajes, los cons- tructores de instrumentos y todos quienes escaparon a la infección general sólo porque su manufactura no les pareció suficientemente noble a los incultos como para incorporarla en sus reformas. ¡Qué suerte! De esos restos que me dejaron los arquitectos, pude recons- truir hace dos años la ebanistería moderna, aquella ebanistería que poseeríamos si los arquitectos no hubieran metido nunca su nariz en el taller del ebanista. Pues no he entrado en la tarea como un artista, creando libremente, desarrollando libremente la fantasía. Supongo que así deben expresarse en los círculos artísticos. No. Fuí a los talle- res temeroso como un aprendiz, respetuosamente alcé la vista hacia el hombre del delantal azul. Y rogué: déjame ser partícipe de tu secreto. Pues, avergonzadamente escondido de las miradas de los arquitectos, quedaba todavía algún rasgo de la tradición de taller. y cuando reco- nocieron mi intención, cuando vieron que no soy uno que quiera des- figurar su querida madera por razón de fantasías de tablero de dibujo, cuando vieron que no quiero deshonrar el honroso color de su hon- rosamente venerado material con pizcas de verde o violeta, entonces salió a la superficie su orgullosa conciencia de taller, y su tradición, oculta cuidadosamente, se hizo visible, y su odio contra sus opresores se liberó. Y encontré el revestimiento de paredes moderno en los paneles que albergan la cisterna de agua del viejo retrete, encontré la moderna solución para los cantos en las cajas donde se guardaban las cuberterías de plata, encontré cerraduras y guarniciones con el cons- tructor de maletas y pianos. Y encontré lo más importante: que el esti- lo del año 1900 se diferencia del de 1800 sólo tanto como el frack de 1900 se diferencia del frack del año 1800. No en mucho. El uno era de tela azul y tenía botones dorados, el otro es negro y tiene botones negros. El frack negro es del estilo de nuestro tiempo. Esto nadie puede negarlo. En su orgullo, los retorci- dos pasaron por alto la reforma de nuestra vestimenta. Pues todos ellos eran hombres serios, que encontraban inferior a su dignidad ocuparse de tales cosas. Y así nuestra vestimenta quedó al estilo de su tiempo. Al digno y serio caballero sólo le convenía ponerse a descu- brir ornamentos. Cuando, entonces, por fin, me tocó la tarea de construir una casa, me dije: una casa puede haber cambiado en su aspecto exterior, como máximo, como el frack. Es decir, no mucho. Y ví cómo habían cons- truído los antiguos, y ví cómo se emancipaban de siglo en siglo, de año en año, del ornamento. Por ello yo debía contactar con el sitio donde se había roto la cadena de la evolución del desarrollo. Sabía una cosa: para seguir en la línea del desarrollo, tenía que ser todavía notablemente más simple. Tenía que sustituir los botones dorados por los negros. La casa tiene que ser poco llamativa. Pues, ¿no había acu- ñado yo una vez la frase: viste moderno quien menos llama la aten- ción? Eso sonó a paradoja. Pero hubo personas honradas que recogieron cuidadosamente tanto ésta como otras de mis ocurrencias paradójicas, y que permitieron volverlas a imprimir. Esto ocurrió tan a menudo que finalmente la gente las aceptó como verdades. Pero, por lo que respecta a la discreción, no había tenido en cuen- ta una cosa. A saber: lo que era válido para la vestimenta, no era váli- do para la arquitectura. Sí, si los retorcidos hubieran dejado a la arquitectura en paz, y se hubieran dedicado a reformar la vestimenta en la dirección de las guardarropías de teatro o de los sezessionistas -intentos para ello también ha habido- entonces la cosa hubiera ocurrido al revés. Imagínense tal situación. Cada cual lleva una vestimenta que perte- nece a una época pasada o a un lejano futuro imaginario. Se verían hombres de la remota antigüedad, mujeres con peinados altos y fal- das con aros, graciosos señores con pantalones borgoñeses. Y, en medio, algunos chuscos modernos con escarpines violeta y jubones de seda verde manzana con aplicaciones del profesor Walter Scherbel. Y si entonces llegara entre ellos un hombre en traje liso ¿no lla- maría la atención? , más aún, ¿no provocaría un escándalo? ¿y no se llamaría a la policía, que está para alejar todo lo que provoque escándalo? La cosa, sin embargo, ocurre al revés. La vestimenta es correcta, la arlequinada está en el campo de la arquitectura. Mi casa (me refiero a la Casa Loos en la Michaelerplatz de Viena, que fue construída el mis- mo año en que se escribió este artículo) provocó un verdadero escán- dalo, y la policía se presentó inmediatamente. Cosas así se resuel- ven entre cuatro paredes, ¡pero no pueden hacerse en la calle! A muchos les habrán surgido dudas por mis últimas exposiciones, dudas sobre la comparación que hago entre sastrería y arquitectura. Porque la arquitectura es un arte. Concedido, por el momento, concedido. Pero, ¿no se han dado cuenta nunca de la extraña coincidencia entre lo exterior de las gentes y lo exterior de las casas? ¿No concordaban el estilo gótico con el traje talar, la pelu- ca rizada con el barroco? Pero ¿concuerdan nuestras casas de hoy con nuestros trajes? ¿Se teme a la uniformidad de las formas? Pero, ¿no eran también uniformes las antiguas construcciones en cada época y en cada país? Tan uniformes que nos es posible clasificarlas, gracias a su uniformidad, por estilos y países, por pueblos y ciudades. Los viejos maestros desconocían la vanidad nerviosa. Las formas las determinaba la tradición. Las formas no las cambiaban ellos, sino que llegaba un momento en que los maestros no estaban en condiciones de poder utilizar, en toda circunstancia, la forma tra- dicional, exacta, fijada. Nuevas tareas cambiaban esa forma, y así se quebrantaban las reglas, surgían nuevas formas. Pero las gentes de una época estaban de acuerdo con la arquitectura de su época. Las casas recién construídas gustaban a todos. Hoy la mayoría de las casas gustan sólo a dos personas: al propietario y al arquitecto. La casa tiene que gustar a todos. A diferencia de la obra de arte, que no tiene que gustar a nadie. La obra de arte es asunto privado del artista. La casa no lo es. La obra de arte se pone en el mundo sin que exista necesidad para ello. La casa cumple una necesidad. La obra de arte no debe rendir cuentas a nadie, la casa a cualquiera. La obra de arte quiere arrancar a las personas de su comodidad. La casa tiene que servir a la comodidad. La obra de arte es revolucionaria, la casa es conservadora. La obra de arte enseña nuevos caminos a la humanidad y piensa en el futuro. La casa piensa en el presente. La persona ama todo lo que sirve para su comodidad. Odia todo lo que quiera arran- carle de su posición acostumbrada y asegurada y le abrume. Y por ello ama la casa y odia el arte. Así, ¿la casa no tendría nada que ver con el arte y no debería contarse la arquitectura entre las artes ? Así es. Sólo una pequeña parte de la arquitectura pertenece al arte: el monumento funerario y el monumento conmemorativo. Todo lo demás, lo que sirve para un fin, debe quedar excluído del reino del arte. Sólo cuando se haya superado el gran malentendido de que el arte es algo que pueda adoptarse para un fin, sólo cuando haya desapareci- do del vocabulario de los pueblos el engañoso lema "arte aplicado", sólo entonces tendremos la arquitectura de nuestro tiempo. El artista sólo debe servirse a sí mismo, el arquitecto a la comunidad. Pero la mezcla de arte y trabajo manual ha aportado infinitos daños a ambos, a la humanidad. La humanidad ya no sabe, por ello, qué es arte. Con una furia sin sentido persigue al artista y hace fracasar la creación de la obra de arte. La humanidad comete a cada hora el peor pecado, el que no puede perdonarse, el pecado contra el espíritu santo. Crimen y robo, todo puede ser perdonado. Pero las muchas Nueve sinfonías que la humanidad ha impedido, en su deslumbramiento por la persecución a los artistas, ésas no serán perdonadas. El desbarata- miento de los planes de Dios no se te perdonará. La humanidad ya no sabe qué es arte. "Arte al servicio del comer- ciante" se titulaba hace poco una exposición en Munich, y no hubo ninguna mano que castigara lema tan ligero. Y nadie se ríe ante la bonita palabra "arte aplicado". Pero quien sabe que el arte está ahí para elevar a los hombres más y más allá, más y más alto, para hacerles más parecidos a Dios, ése siente la mezcla entre fin material y arte como profanación de lo más sagrado. Las gentes no dejan actuar al artista porque no le respetan en absoluto, y la manufactura no puede desarrollarse libremente con las pesadillas de exigencias idealistas. El artista no tiene tras de sí, entre los vivos, ninguna mayoría. Su reino es futuro. Como hay edificios llenos de gusto y otros sin gusto, la gente cree que los primeros han sido hechos por artistas y los segundos no. Pero construir con gusto aún no es un mérito, como no es un mérito no meterse el cuchillo en la boca o limpiarse los dientes por la mañana. Aquí se confunde arte y cultura. ¿Quién puede señalarme una falta de gusto en épocas pasadas, es decir en los tiempos cultos? Las casas del más pequeño albañil en la ciudad de provincia tenían gusto. Desde luego, había grandes y pequeños maestros. A los grandes maestros les estaban reservadas las grandes obras. Los grandes maes- tros tenían, gracias a su formación excepcional, un contacto con el espíritu universal más profundo que los demás. La arquitectura despierta sentimientos en el hombre. Por ello, el deber del arquitecto es precisar esos sentimientos. La habitación debe parecer confortable, la casa habitable. El palacio de justicia debe pare- cer un gesto amenazador para el vicio oculto. La banca debe decir: tu dinero está aquí bien y fuertemente guardado por gente honrada. El arquitecto sólo puede conseguirlo si se refiere a aquellos edifi- cios que le han proporcionado hasta ahora tal sentimiento al hombre. Para los chinos el color de luto es el blanco, para nosotros el negro. Por ello, a nuestros constructores les sería imposible producir un ambiente alegre con el negro. Cuando encontramos en el bosque una elevación de seis pies de lar- go y tres pies de ancho, moldeada con la pala en forma piramidal, nos ponemos serios y algo dentro nuestro nos dice: aquí ha sido enterrado alguien. Eso es arquitectura. Nuestra cultura se basa en la comprensión de la superioridad absoluta de la antigüedad clásica. La técnica de nuestro pensar y nues- tro sentir la hemos heredado de los romanos. De los romanos tene- mos nuestro sentido social y la disciplina del alma. No es una casualidad que los romanos no estuvieran en condiciones de descubrir un nuevo orden de columnas, un nuevo ornamento. Estaban demasiado avanzados para ello. Lo heredaron todo de los griegos y lo adaptaron a sus fines. Los griegos eran individualistas. Cada construcción debía tener sus propias molduras, su propia orna- mentación. Pero los romanos pensaban en social. Los griegos apenas pudieron gobernar sus ciudades, los romanos el globo. Los griegos derrocharon su fuerza de invención en el orden de columnas, los romanos la emplearon en la planta. y quien puede resolver la gran planta no piensa en nuevas molduras. Desde que la humanidad siente la grandeza de la antigüedad clási- ca, una idea común une a los grandes constructores. Piensan: tal como yo construyo, hubieran construido también los romanos. Sabe- mos que no tienen razón. Tiempo, lugar, fin y clima, el milieu, los constriñen. Pero cada vez que el arte de construir se aleja de los ornamen- tos, se acerca al gran constructor, que le lleva otra vez a la antigüe- dad. Fischer von Erlach en el sur, Schlüter en el norte fueron, con razón, los grandes maestros del siglo Dieciocho. Y en el umbral del siglo Diecinueve se situaba Schinkel. Le hemos olvidado. ¡Caiga la luz de esa figura extraordinaria sobre nuestra futura generación de cons- tructores!
(Loos,1993-II: 23-35)


BIBLIOGRAFIA

APUNTES Un treball de:
  • Raúl Amer
  • Bárbara Morera
  • Marc Torrubiano




Abrir el trabajo

Espacio disponible. Contenido de la exclusiva responsabilidad de los autores. Cualquier comentario o información complementaria que se quiera hacer pública puede dirigirse al profesor de la asignatura.



Un comentari de: Oriol Casamor
            COMENTARIO DEL EJERCICIO 10.3
            GRUPO 8
            
            
            Respecto a los textos de Adolf Loos y al trabajo de clase que se efectuó en la
            sesión del día 8 mayo, el grupo 8, a la pregunta: "¿Que es la arquitectura si no
            es arte?" respondió: La arquitectura es diseño.
            
            Esta afirmación enmarcada en la idea de diseño del Art Noveau, las llamadas artes
            aplicadas, es totalmente contradictoria con las ideas de Adolf Loos. Asimismo, el
            diseño actual desarrollado en los años ochenta con intenciones artísticas es
            también contrario al criterio de Loos.
            
            La idea que se trata en el texto sobre la artesanía y sus productos en relación
            con el desarrollo de las artes aplicadas, es un grito en contra del arte en los
            objetos y no una critica a la evolución de éstos en función de su uso y producción.
            En respuesta a: "¿De que sirve diseñar nuevas sillas?" (Miguel Usandizaga, 8/5/03).
            "Nuevos sistemas productivos requieren nuevas formas" (Bruno Paul, 1909). En
            paralelo con la arquitectura: ¿De que sirve proyectar nuevos edificios?.
            
            En referencia al arte y a las artes aplicadas, en oposición al diseño, encontramos
            las siguientes afirmaciones:
            
            1.	Diseño y arte son diferentes en esencia.
            
            2.	El arte como corresponde a su naturaleza, no está destinado a un fin
            especial, a diferencia  del diseño que, aunque lo niegue, se orienta hacia una
            finalidad.
            
            3.	El arte tiende a todo lo inmaterial, el diseño lo admite solo como
            consecuencia.
            
            4.	El arte no es en modo alguno útil, y es solo receptible cognoscitivamente.
            En el diseño el conocimiento nace del uso.
            
            5.	"Fontane": Marcel Duchamp extrae el objeto trivial de su contexto sujeto
            a un fin y lo transporta a uno nuevo, remitiendo con ello entre otras cosas a su
            calidad plástica, cambiando así la visión de un urinario corriente y permitiendo
            al diseñador alcanzar nuevas soluciones mediante estos cambios de ángulo de visión.
            
            6.	Dos caminos del diseño: a) El ya convertido en clásico: "Form follows
            function"- nostalgia del objetivo -. b) La adicción de citas formales que,
            extraídas de su contexto temporal y concreto, se combinan al azar y se convierten
            en decoración pura. Una enciclopedia de materiales. Un híbrido del diseño: el
            movimiento postmoderno.
            
            7.	El uso inflado del concepto del diseño, usado para todo y en toda magnitud,
            no aludiendo al contenido sino a una forma de empaquetarlo.
            
            8.	El arte, sus instrumentos o el contexto en el que se presenta no puede
            ser diseñado, y esto no tiene nada que ver con su esencia.
            
            9.	El diseño necesita objetivación, el arte espiritualización.
            
            10.	El diseño es siempre consecuencia, el arte siempre origen.
            
            11.	El diseño mira siempre hacia atrás, el arte hacia delante.
            
            12.	Una de las preguntas interesantes en el campo del diseño: Cuándo los
            elementos de nuestro mundo cotidiano se reduzcan hasta lo inimaginable, ¿cómo
            podremos entenderlos?. Un reto para el diseño y su posible relación con el
            planteamiento del arte: hacer experimentable lo invisible.
            
            13.	Los diseñadores aliñarían las fresas con limón. Los artistas idearían una
            fruta nueva.
            
            (Bernd Vossmerbäumer, "Desing und Kunst, en Art Position, 20/8/1990).
            
            En consecuencia, todo ello se resume en la frase de Johann Wolfang Goethe "El
            arte es el arte".
            
            Estas ideas sitúan el arte y el diseño en campos separados de creación, así como
            los textos de Loos hacen lo mismo con el arte y la arquitectura. No parece
            descabellado usar el paralelismo de arquitectura y diseño como un campo único en
            oposición al arte. "El desarrollo del diseño objetivo empezó en Europa con Adolf
            Loos (Ornamento y delito, 1908), y en esencia fue impulsado por las formas de
            producción industrial que se iban extendiendo rápidamente". (Bernhard E. Bürdek,
            Diseño, P.56, GG. 1994).
            
            
            
            Oriol Casamor
            12/5/03