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| Primavera '04 ADOLF LOOS |
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assignatura. Un treball de:
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| Adolf Loos |
Ornamento y delito.(Adolf Loos)
El embrión humano pasa, en el claustro materno, por todas las fases evolutivas del reino animal. Cuando nace un ser humano, sus impresiones sensoriales son iguales a las de un perro recién nacido. Su infancia pasa por todas las transformaciones que corresponden a aquellas por las que pasó la historia del género humano. A los dos años, lo ve todo como si fuera un papúa. A los cuatro, como un germano. A los seis, como Sócrates y a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años, percibe el violeta, color que fue descubierto en el siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura era rojo. El físico señala que hay otros colores, en el espectro solar, que ya tienen nombres, pero el comprenderlo se reserva al hombre del futuro. El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80 % de los detenidos presentan tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir que ha muerto unos años antes de cometer un asesinato. El impulso de ornamentarse el rostro y cuanto se halle alcance es el primer origen de las artes plásticas. Es el primer balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico. El primer ornamento que surgió, la cruz, es de origen erótico. La primera obra de arte, la primera actividad artística que el artista pintarrajeó en la pared, fue para despojarse de sus excesos. Una raya horizontal: la mujer yacente. Una raya vertical: el hombre que la penetra. El que creó esta imagen sintió el mismo impulso que Beethoven, estuvo en el mismo cielo en el que Beethoven creó la Novena Sinfonía. Pero el hombre de nuestro tiempo que, a causa de un impulso interior, pintarrajea las paredes con símbolos eróticos, es un delincuente o un degenerado. Obvio es decir que en los retretes es donde este impulso invade del modo más impetuoso a las personas con tales manifestaciones de degeneración. Se puede medir el grado de civilización de un país atendiendo a la cantidad de garabatos que aparezcan en las paredes de sus retretes. En el niño, garabatear es un fenómeno natural; su primera manifestación artística es llenar las paredes con símbolos eróticos. Pero lo que es natural en el papúa y en el niño resulta en el hombre moderno un fenómeno de degeneración. Descubrí lo siguiente y lo comuniqué al mundo: La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento del objeto usual. Creí con ello proporcionar a la humanidad algo nuevo con lo que alegrarse, pero la humanidad no me lo ha agradecido. Se pusieron tristes y su ánimo decayó. Lo que les preocupaba era saber que no se podía producir un ornamento nuevo. ¿Cómo, lo que cada negro sabe, lo que todos los pueblos y épocas anteriores a nosotros han sabido, no sería posible para nosotros, hombres del siglo XIX? Lo que el género humano había creado miles de años atrás sin ornamentos fue despreciado y se destruyó. No poseemos bancos de carpintería de la época carolingia, pero el menor objeto carente de valor que estuviera ornamentado se conservó, se limpió cuidadosamente y se edificaron pomposos palacios para albergarlo. Los hombres pasean entristecidos ante las vitrinas, avergonzándose de su actual impotencia. Cada época tiene su estilo, ¿carecerá la nuestra de uno que le sea propio? Con estilo, se quería significar ornamento. Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido al ornamento. Nos hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el tiempo, la meta nos espera. Dentro de poco las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces lo habremos conseguido. Pero existen los malos espíritus incapaces de tolerarlo. A su juicio, la humanidad debería seguir jadeando en la esclavitud del ornamento. Los hombres estaban lo bastante adelantados como para que el ornamento no les deleitara, como para que un rostro tatuado no aumentara la sensación estética, cual en los papúas, sino que la disminuyera. Lo bastante adelantados como para alegrarse por una pitillera no ornamentada y comprarse aquélla pudiendo, por el mismo precio, conseguir otra con adornos. Eran felices con sus vestidos y estaban contentos de no tener que ir de feria en feria como los monos llevando pantalones de terciopelo con tiras doradas. Y dije: Fijaros: la habitación en que murió Goethe es más fantástica que toda pompa renacentista y un mueble liso es más bonito que todas las piezas de museo incrustadas y esculpidas. El lenguaje de Goethe es mucho más bonito que todos los ornamentos de los pastores del Pegnitz. Los malos espíritus lo oyeron con desagrado, y el Estado, cuya misión es retrasar a los pueblos en su evolución cultural, consideró como suya la cuestión de la evolución y reanudación del ornamento. ¡Pobre del Estado, cuyas revoluciones las dirijan los consejeros! Pronto pudo verse en el Museo de Artes Decorativas de Viena un bufet con el nombre La rica pesca; hubo armarios que se llamaron La princesa encantada o algo por el estilo, cosa que se refería a los ornamentos con que estaban decorados esos desgraciados muebles. El estado austríaco se tomó tan en serio su trabajo que se preocupó de que las polainas de paño no desapareciesen de las fronteras de la monarquía austro-húngara. Obligó a todo hombre culto que tuviera veinte años a llevar durante tres años polainas en lugar de calzado eficiente. Ya que todo Estado parte de la suposición de que un pueblo que esté en baja forma es más fácil de gobernar. Bien, la epidemia ornamental está reconocida estatalmente y se subvenciona con dinero del Estado. Sin embargo, veo en ello un retroceso. No puedo admitir la objeción de que el ornamento aumenta la alegría de vivir de un hombre culto, no puedo admitir tampoco la que se disfraza con estas palabras: «¡Pero cuándo el ornamento es bonito...! » A mí y a todos los hombres cultos, el ornamento no nos aumenta la alegría de vivir. Si quiero comer un trozo de alujú escojo uno que sea completamente liso y no uno que esté recargado de ornamentos, que represente un corazón, un niño en mantillas o un jinete. El hombre del siglo xv no me entendería; pero sí podrían hacerlo todos los hombres modernos. El defensor del ornamento cree que mi impulso hacia la sencillez equivale a una mortificación. ¡ No, estimado señor profesor de la Escuela de Artes Decorativas, no me mortifico! Lo prefiero así. Los platos de siglos pasados, que presentan ornamentos con objeto de hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes y langostas a mí me producen el efecto contrario. Voy con repugnancia a una exposición de arte culinario, sobre todo si pienso que tendría que comer estos cadáveres de animales rellenos. roastbeef. El enorme daño y las devastaciones que ocasiona el redespertar del ornamento en la evolución estética, podrían olvidarse con facilidad ya que nadie, ni siquiera ninguna fuerza estatal puede detener la evolución de la humanidad. Sólo es posible retrasaría. Podemos esperar. Pero es un delito respecto a la economía del pueblo el que, a través de ello, se pierda el trabajo, el dinero y el material humanos. El tiempo no puede compensar estos daños. El ritmo de la evolución cultural sufre a causa de los rezagados. Yo quizá vivo en 1908; mi vecino, sin embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880. Es una desgracia para un Estado el que la cultura de sus habitantes abarque un período de tiempo tan amplio. El campesino de regiones apartadas vive en el siglo XIX. Y en la procesión de la fiesta de jubileo tomaron parte gentes, que ya en la época de las grandes migraciones de los pueblos se hubieran encontrado retrasadas. Feliz el país que no tenga este tipo de rezagados y merodeadores. ¡Feliz América! Entre nosotros mismos hay en las ciudades hombres que no son nada modernos, rezagados del siglo XVIII que se horrorizan ante un cuadro con sombras violetas, porque aún no saben ver el violeta. Les gusta el faisán si el cocinero se ha pasado todo un día para prepararlo y la pitillera con ornamentos renacentistas les gusta mucho más que la lisa. ¿Y qué pasa en el campo? Los vestidos y aderezos son de siglos anteriores. El campesino no es cristiano, todavía es pagano. Los rezagados retrasan la evolución cultural de los pueblos y de la humanidad, ya que el ornamento no está engendrado sólo por delincuentes, sino que comete un delito en tanto que perjudica enormemente a los hombres atentando a la salud, al patrimonio nacional y por eso a la evolución cultural. Cuando dos hombres viven cerca y tienen unas mismas exigencias, las mismas pretensiones y los mismos ingresos, pero no obstante pertenecen a distintas civilizaciones, se puede observar lo siguiente, desde el punto de vista económico de un pueblo: el hombre del siglo xx será cada vez más rico, el del siglo xviii cada vez más pobre. Supongamos que los dos viven según sus inclinaciones. El hombre del siglo xx puede cubrir sus exigencias con un capital mucho más pequeño y por ello puede ahorrar. La verdura que le gusta está simplemente hervida en agua y condimentada con mantequilla. Al otro hombre le gusta más cuando se le añade miel y nueces y cuando sabe que otra persona ha pasado horas para cocinaría. Los platos ornamentados son muy caros, mientras que la vajilla blanca que le gusta al hombre es barata. Éste ahorra mientras que el otro se endeuda. Así ocurre con naciones enteras. ¡Pobre del pueblo que se quede rezagado en la evolución cultural! Los ingleses seran cada vez mas ricos y nosotros cada vez más pobres... Sin embargo, es mucho mayor el daño que padece el pueblo productor a causa del ornamento, ya que el ornamento no es un producto natural de nuestra civilización, es decir, que representa un retroceso o una degeneración; el trabajo del ornamentista ya no se paga como es debido. Es conocida la situación en los oficios de talla y adorno, los sueldos criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y encajeras. El ornamentista ha de trabajar veinte horas para lograr los mismos ingresos de un obrero moderno que trabaje ocho horas. El ornamento encarece, por regla general, el objeto; sin embargo, se da la paradoja de que una pieza ornamentada con igual coste material que el de un objeto liso, y que necesita el triple de horas de trabajo para su realización, cuando se vende, se paga por el ornamentado la mitad que por el otro. La carencia de ornamento tiene como consecuencia una reducción de las horas de trabajo y un aumento de sueldo. El tallista chino trabaja dieciséis horas, el americano sólo ocho. Si por una caja lisa se paga lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia, en cuanto a horas de trabajo, beneficia al obrero. Si no hubiera ningún tipo de ornamento —situación que a lo mejor se dará dentro de miles de años— el hombre, en vez de tener que trabajar ocho horas, podría trabajar sólo cuatro, ya que la mitad del trabajo se va, aún hoy en día, en realizar ornamentos. Ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada y por ello salud desperdiciada. Así fue siempre. Hoy significa, además, material desperdiciado y ambas cosas significan capital desperdiciado. Como el ornamento ya no pertenece a nuestra civilización desde el punto de vista orgánico, tampoco es ya expresión de ella. El ornamento que se crea en el presente ya no tiene ninguna relación con nosotros ni con nada humano; es decir, no tiene relación alguna con la actual ordenación del mundo. No es capaz de evolucionar. ¿Qué ha sucedido con la ornamentación de Otto Eckmann, con la de Van de Velde? Siempre estuvo el artista sano y vigoroso en las cumbres de la humanidad. El ornamentista moderno es un retrasado o una aparición patológica. Reniega de sus productos una vez transcurridos tres años. Las personas cultas los consideran insoportables de inmediato; los otros, sólo se dan cuenta de esto al cabo de años. ¿Dónde se hallan hoy las obras de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán las obras de Olbrich dentro de diez años? El ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Sólo es saludado con alegria por personas incultas, para quienes la grandeza de nuestra época es un libro con siete sellos, y, al cabo de un tiempo, reniegan de él. En la actualidad, la humanidad es más sana que antes; sólo están enfermos unos pocos. Estos pocos, sin embargo, tiranizan al obrero, que está tan sano que no puede inventar ornamento alguno. Le obligan a realizar, en diversos materiales, los ornamentos inventados por ellos. El cambio del ornamento trae como consecuencia una pronta desvaloración del producto del trabajo. El tiempo del trabajador, el material empleado, son capitales que se derrochan. He enunciado la siguiente idea: La forma de un objeto debe ser tolerable el tiempo que dure físicamente. Trataré de explicarlo: Un traje cambiará muchas más veces su forma que una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará de forma mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo seria, sin embargo, si tuviera que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho de que a alguien le pareciera su forma insoportable; entonces se perdería el dinero gastado en ese escritorio. Esto lo sabe bien el ornamentista y los ornamentistas austríacos intentan resolver este problema. Dicen: «Preferimos al consumidor que tiene un mobiliario que, pasados diez años, le resulta inaguantable, y que, por ello, se ve obligado a adquirir muebles nuevos cada década, al que se compra objetos sólo cuando ha de substituir los gastados. La industria lo requiere. Millones de hombres tienen trabajo gracias al cambio rápido». Parece que éste es el misterio de la economía nacional austríaca; cuantas veces, al producirse un incendio, se oyen las palabras: «¡Gracias a Dios, ahora la gente ya tendrá algo que hacer!» Propongo un buen sistema: Se incendia una ciudad, se incendia un imperio, y entonces todo nada en bienestar y en la abundancia. Que se fabriquen muebles que, al cabo de tres años, puedan quemarse; que se hagan guarniciones que puedan ser fundidas al cabo de cuatro años, ya que en las subastas no se logra ni la décima parte de lo que costó la mano de obra y el material, y así nos haremos ricos y más ricos. La pérdida no sólo afecta a los consumidores, sino, sobre todo, a los productores. Hoy en día, el ornamento, en aquellas cosas que gracias a la evolución pueden privarse de él, significa fuerza de trabajo desperdiciada y material profanado. Si todos los objetos pudieran durar tanto desde el ángulo estético como desde el físico, el consumidor podría pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy a utilizar y obtener el máximo rendimiento pago con gusto cuatro veces más que por otro que tenga menos valor a causa de su forma o material. Por mis botas pago gustoso 40 coronas, a pesar de que en otra tienda encontraría botas por 10 coronas. Pero, en aquellos oficios que languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se valora el trabajo bueno o malo. El trabajo sufre a causa de que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor. Y esto no deja de estar bien así, ya que tales objetos ornamentados sólo resultan tolerables en su ejecución más mísera. Puedo soportar un incendio más fácilmente si oigo decir que sólo se han quemado cosas sin valor. Puedo alegrarme de las absurdas y ridículas decoraciones montadas con motivo del baile de disfraces de los artistas, porque sé que lo han montado en pocos días y que lo derribarán en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros, encender un cigarrillo con un billete de banco, pulverizar y beberse una perla es algo antiestético. Verdaderamente los objetos ornamentados producen un efecto antiestético, sobre todo cuando se realizaron en el mejor material y con el máximo cuidado, requiriendo mucho tiempo de trabajo. Yo no puedo dejar de exigir ante todo trabajo de calidad, pero desde luego no para cosas de este tipo. El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento, como signo de superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato, en los ornamentos modernos, lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que viva en nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento. Ocurre de distinta manera con los hombres y pueblos que no han alcanzado este grado. Predico para el aristócrata. Me refiero al hombre que se halla en la cima de la humanidad y que, sin embargo, comprende profundamente los ruegos y exigencias del inferior. Comprende muy bien al cafre, que entreteje ornamentos en la tela según un ritmo determinado, que sólo se descubre al deshacerla; al persa que anuda sus alfombras; a la campesina eslovaca que borda su encaje; a la anciana señora que realiza objetos maravillosos en cuentas de cristal y seda. El aristócrata les deja hacer, sabe que, para ellos, las horas de trabajo son sagradas. El revolucionario diría: «Todo esto carece de sentido». Lo mismo que apartaría a una ancianita de la vecindad de una imagen sagrada y le diría: «No hay Dios». Sin embargo, el ateo —entre los aristócratas— al pasar por delante de una iglesia se quita el sombrero. Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por pintas y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y no le ha sido pagado. Voy al zapatero y le digo: «Usted pide por un par de zapatos 30 coronas. Yo le pagaré 40». Con esto he elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su honradez. En sueños ya ve los zapatos terminados delante suyo. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantas pintas y agujeros como los que sólo aparecen en los zapatos más elegantes. Entonces le digo: «Pero impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos». Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más espirituales al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la alegría. Predico para los aristócratas. Soporto los ornamentos en mi propio cuerpo si éstos constituyen la felicidad de mi prójimo. En este caso también llegan a ser, para mí, motivo de contento. Soporto los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina eslovaca, los de mi zapatero, ya que todos ellos no tienen otro medio para alcanzar el punto culminante de su existencia. Tenemos el arte que ha borrado el ornamento. Después del trabajo del día vamos al encuentro de Beethoven o de Tristán. Esto no lo puede hacer mi zapatero. No puedo arrebatarle su alegría, ya que no tengo nada que ofrecerle a cambio. El que, en cambio, va a escuchar la Novena Sinfonía y luego se sienta a dibujar una muestra de tapete es un hipócrita o un degenerado. La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes a una altura imprevista. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por un hombre que fuera vestido de seda, terciopelos y encajes. El que hoy en día lleva una americana de terciopelo no es un artista, sino un payaso o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más refinados, más sutiles. Los greganos se tenían que diferenciar por colores distintos, el hombre moderno necesita su vestido impersonal como máscara. Su individualidad es tan monstruosamente vigorosa que ya no la puede expresar en prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones anteriores y extrañas a su antojo. Su propia invención la concentra en otros objetos. * * * Dirigida a los chistosos con motivo de haberse reído del artículo Ornamento y delito (1910): Queridos chistosos: Y yo os digo que llegará el tiempo en que la decoración de una celda hecha por el tapicero de palacio Schulze o por el catedrático Van de Velde servirá como agravante de castigo.
Charlas con un arquitecto (Louis Sullivan)
Considero de por sí evidente que un edificio, desprovisto totalmente de ornamentación, puede comunicar un noble y digno sentimiento en virtud de su masa y proporciones. No me parece evidente que la ornamentación pueda realzar intrínsecamente estas cualidades elementales. ¿Por qué, entonces, usamos el ornamento? ¿No es suficiente una noble y sencilla dignidad? ¿Por qué pedimos más?
Si contestara esta pregunta con entera sinceridad, diría que sería para nuestro provecho estético el que nos abstuviéramos por completo de utilizar la ornamentación durante varios años, a fin de que nuestros pensamientos puedan concentrarse agudamente en la producción de edificios bien formados y graciosos en su desnudez. En esa forma evitaríamos por fuerza muchas cosas indeseables, y aprenderíamos por contraste cuán efectivo es pensar de una manera natural, vigorosa y sana. Una vez dado este paso, podríamos muy bien preguntar hasta qué punto realzaría la belleza de nuestros edificios una aplicación decorativa del ornamento – qué nuevo encanto les otorgaría.
Una vez que conozcamos a fondo las formas simples y puras, las invertiremos nos abstendremos instintivamente del vandalismo; estaremos poco dispuestos a hacer nada que quite a estas formas algo de su pureza y de su nobleza. Y habremos aprendido, además, que el ornamento es mentalmente un lujo, no una necesidad pues habremos descubierto las limitaciones, al igual que el gran valor, de las masas sin adorno. Existe en nosotros un romanticismo que nos sentimos impulsados a expresar. Sentimos intuitivamente que nuestras formas fuertes, atléticas y sencillas llevarán con fácil naturalidad las vestiduras con que soñamos, y que nuestros edificios, así vestidos con ropaje de poética fantasía, semi-oculto, podría decirse, como si fuera escogido producto de telar y mina, atraerán con redoblado poder, cual sonora melodía cubierta por armónicas voces.
Concibo que un verdadero artista razone substancialmente es esta forma; y que, en la culminación de sus capacidades, pueda realizar este ideal. Creo que el ornamento arquitectónico, utilizado con este ánimo, es de desear, por ser hermoso e inspirador; y que el ornamento animado por cualquier otro ideal carece de las más elevadas posibilidades. En otras palabras, un edificio que realmente es una obra de arte ( y no considero a ningún otro) es en su naturaleza, esencia y existencia física, una expresión emocional. Siendo esto así, y, siento hondamente que es así, debe poseer, casi literalmente, una vida. Surge de este principio vital que un edificio ornamentado debe caracterizarse por esta cualidad, a saber, que el mismo impulso emocional fluya armoniosamente por sus variadas formas de expresión – de las cuales, aunque la composición de masa es la más profunda, la ornamentación decorativa es la más intensa. Ambas, sin embargo, deben nacer de la misma fuente de sentimiento.
Comprendo que un edificio ornamentado, diseñado según este principio, exigirá de su creador una alta y sostenida tensión emocional, una unidad orgánica de concepto y propósito mantenida hasta el fin. La obra acabada nos hablará de esto; y si es diseñada con suficiente profundidad de sentimiento y simplicidad mental, cuanto más intenso el calor en que haya sido concebida, tanto más serena y noble perdurará eternamente como un monumento a la elocuencia del hombre. Esta es la cualidad que caracteriza a los grandes monumentos del pasado. Y esto es ciertamente lo que nos abre una perspectiva para el futuro.
A mi modo de pensar, sin embargo, la composición de masa y el sistema decorativo de un edificio tal como el que he sugerido, sólo deben ser separados en teoría y con propósitos de estudio analítico. Creo, como ya he dicho, que puede diseñarse un excelente y hermoso edificio que no ostente ornamento alguno; pero creo con igual certeza que un edificio decorado, armónicamente concebido, y bien pensado, no puede ser despojado de su sistema ornamental sin destruir su individualidad.
Ha estado hasta ahora más bien de moda hablar del ornamento, sin quizá demasiada ligereza de pensamiento, como cosa que pueda ponerse u omitirse, según el caso. Yo sostengo lo contrario - que la presencia o la ausencia del ornamento debe ser decidida, en un trabajo serio, al comenzar el diseño. Esta es quizá una insistencia demasiado tenaz, pero la justifico en base a que la arquitectura creativa es un arte tan admirable que su poder se manifiesta en ritmos de gran sutileza, en verdad tanto como los de la música, su pariente más cercano. Por consiguiente, si nuestros ritmos artísticos – un resultado- han de ser significativos, nuestras meditaciones previas – la causa- deben serlo. Interesa mucho, entonces, cuál es la inclinación previa de la mente, tanto en verdad como importa la inclinación de un cañón al disparar un proyectil.
Si presumimos que nuestro proyectado edificio no debe ser necesariamente una obra de arte vital, o al menos un esfuerzo por realizarlo, que nuestra civilización aún no exige tanto, entonces mi argumento es inútil. Sólo puedo proseguir suponiendo que nuestra cultura ha llegado a una etapa en que el arte imitativo o reminiscente no satisface por completo, y que ya existe un deseo real de expresión espontánea. Presumo también que debemos comenzar, o cerrando nuestros ojos y oídos al sordo pasado, sino más bien abriendo nuestros corazones, en esclarecida simpatía y filial respeto, a la voz de nuestros tiempos.
No considero tampoco que éste sea el momento o lugar para preguntar si después de todo existe en realidad u arte creativo – si un análisis final no revela al gran artista, no como creador, sino más bien como intérprete o profeta. Cuando llegue el momento en que lo superfluo de esta pregunta se convierta en una trascendental necesidad, nuestra arquitectura se habrá aproximado a su definitiva evolución.
Bastará decir entonces que yo considero que una obra de arte bella debe ser esto: una cosa realizada, más o menos atrayente, considerando que un espectador casual puede ver parte, pero ningún espectador el total, de su contenido. Es evidente que un diseño ornamental será más bello si parece parte de superficie o sustancia que lo recibe, y no un “añadido, si cabe la expresión. Si observamos bien, veremos que en el primer caso existe una peculiar simpatía entre el ornamento y el edificio, simpatía que no se observa en el último de los casos. Tanto el edificio como el ornamento se benefician con esta simpatía, pues cada uno realza el valor del otro. Y éste, según entiendo, es el fundamento de lo que podremos llamar un sistema orgánico de ornamentación.
El ornamento, en verdad , se aplica en el sentido de ser separado, o agregado, o hecho de algún otro modo: sin embargo, debe parecer, una vez concluido, como si hubiera surgido de la sustancia misma del material gracias a un agente benéfico, y allí existiera por el mismo derecho con que una flor aparece entre las hojas de una planta.
Por medio de este método estableceremos una especia de contacto, y el espíritu que anima la masa puede fluir al ornamento – ya no son más dos cosas sino una.
Si observamos detenidamente y reflexionamos, se hace evidente que si deseamos asegurar una realidad, una unidad poética, el ornamento debe aparecer, no como algo que recibe el mismo espíritu del edificio, sino como algo que expresa dicho espíritu en virtud de un crecimiento diferencial.
Resulta entonces, por la lógica del crecimiento, que cierto tipo de ornamento corresponde a cierto tipo de edificio, al igual que cierto tipo de hoja corresponde a cierto tipo de árbol. Una hoja de olmo no “queda bien”en un pino - una pinocha parecería más “adecuada”.
Así, pues , un ornamento o una idea decorativa orgánica que se ajustara a un edificio compuesto sobre líneas sencillas y macizas, no armonizaría con un edificio delicado y refinado. Ni tampoco debemos intercambiar los sistemas ornamentales de edificios de distinto tipo. Pues los edificios deben poseer una individualidad tan marcada como la que existe entre los hombres, que los distinga claramente uno del otro por más acentuada que sea la semejanza racial o de familia. Todos saben y sienten cuán marcadamente individual es la voz de cada hombre, pero pocos se detienen a pensar que una voz, aunque de otro tipo, nos habla desde cada edificio. ¿Cuál es el carácter de esas voces? ¿Son roncas o suaves, nobles o innobles? ¿Su lenguaje es prosa o poesía?
La mera diferencia en la forma externa no constituye individualidad. Para esto es preciso poseer un carácter interno armonioso; y así como hablamos de la naturaleza humana, podemos por analogía aplicar una frase similar a los edificios.
Un breve estudio nos permitirá poder distinguir y apreciar las más evidentes individualidades de los edificios; estudios, más avanzados y una comparación de las impresiones nos harán evidentes formas y cualidades que anteriormente estaban ocultas; un análisis más profundo nos dará una multitud de sensaciones nuevas, desarrolladas por el descubrimiento de cualidades hasta entonces insospechadas- hemos hallado evidencias del don de la expresión, y hemos comprendido su significación: la satisfacción mental y emocional causada por estos descubrimientos nos induce a efectuar más y más profundas investigaciones, hasta que , en las grandes obras, comprendemos plenamente que lo que era evidente era lo menos, y lo que estaba oculto, era lo total.
Pocas obras pueden resistir la prueba de un análisis serio y minucioso –pronto son vaciada. Pero ningún análisis, por más profundo y persistente que sea, puede agotar una obra de arte verdaderamente grande. Pues las cualidades que le otorgan su grandeza no son sólo mentales, sino psíquicas, y por lo tanto significan la más alta expresión y personificación de la individualidad.
Ahora bien, si esta cualidad emocional y espiritual es un noble atributo cuando reside en la masa de un edificio, cuando es aplicada a una idea ornamental viril y sintética, debe llevar a ésta desde el nivel de la trivialidad hasta las alturas de la expresión dramática.
Las posibilidades de la ornamentación, así considerada, son maravillosas; y abren ante nosotros, como una visión, concepciones tan ricas, tan variadas, tan poéticas, tan inagotables, que la mente se detiene en su vuelo y la vida parece en verdad sólo una etapa.
Reflejamos ahora la luz de esta concepción, libre e intensamente sobre consideraciones aunadas de composición de masa, y cuán seria, cuán elocuente, cuán inspiradora es la fantasía, cuán noble la fuerza dramática que hará de nuestra futura arquitectura un arte sublime.
Norteamérica es la única tierra del universo donde puede realizarse este sueño; pues sólo aquí la tradición no está atada por cadenas, y el alma del hombre está libre para crecer, para madurar, para realizarse. Pero para esto debemos volvernos hacia la Naturaleza, y, atentos a su melodiosa voz, aprenderemos, como aprenden los niños, el acento de sus rítmicas cadencias. Debemos contemplar el alba con ambición, el crepúsculo con melancolía; luego, cuando nuestros ojos hayan aprendido a ver, sabremos cuán grande es la simplicidad de la naturaleza, que ofrece serenamente tan infinita variedad. Aprenderemos así a contemplar al hombre y a sus modos, a fin de poder admirar el desdoblamiento del alma en toda su belleza, y saber que la fragancia de un arte vital se esparcirá nuevamente en el jardín de nuestro universo.
Ideas pricipales de los textos Adolf Loos Louis Sullivan El arte es algo implícito en la naturaleza del hombre. Desde los inicios de la humanidad, se pintaban las paredes de las cuevas y se dibujaba en los cazos de terracota.
Casa en Michaelersplatz. (1909-1911) Adolf Loos
tuado en el centro de Viena, la casa en Michaelerplatz es el edificio más conocido de Adolf Loos, La construcción de este edificio comercial, que albergaba la sastrería Goldman&Salatsch, contribuyó a determinar el espacio urbano contemporáneo.
Casa Tassel. (1892-1893) Victor Horta
El primer edificio que refleja el código-estilo del Art
Nouveau fue esta casa unifamiliar construida en Bruselas por Víctor
Horta entre los años 1892-93. Se inserta en un solar estrecho y
profundo, entre medianeras ciegas, de manera que recibe luces sólo por
los lados más cortos. Para iluminar los ambientes interiores estaba
previsto un pequeño recinto de igual forma y dimensiones que el vacío
que alberga la escalera principal, iluminada por un gran lucernario y
que da lugar a un segundo patio de luces. La estructura es de
esqueleto metálico, totalmente visible en el interior, mientras que en
la fachada se pone de manifiesto solamente en la parte central
acristalada.
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