Georg Simmel (1903), “Groszstadt und Nervenleben” (trad. esp., “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos sobre crítica de la cultura, Península, Barcelona, 1986: “El mayor problema de la vida moderna deriva de la exigencia por parte del individuo de mantener la autonomía y la individualidad de su propia existencia contra el sistema opresivo de las fuerzas sociales, de las tradiciones históricas, de la cultura externa, y del aspecto tecnológico de la existencia; (...)

La base psicológica del tipo de personalidad característica de la sociedad metropolitana consiste en la intensificación de las estimulaciones nerviosas que derivan de los rápidos e ininterrumpidos cambios de los estímulos internos y externos; el hombre es un ser selectivo y su mente es estimulada por la diferencia entre una impresión momentánea y aquella que la ha precedido.

Las impresiones duraderas, las impresiones que difieren sólo ligeramente unas de otras, y las impresiones que forman un curso regular y habitual y muestran contrastes regulares y habituales- todas esas impresiones afectan (logorano?), por decirlo así, a la conciencia menos que el rápido (affollamento?) amontonarse de imágenes que cambian, la intensa discontinuidad contenida en una sola ojeada y la inesperada potencia de una impresión súbita, que son, en cambio, las condiciones psicológicas específicamente creadas por la metrópolis. (...)

...el tipo de hombre metropolitano –que naturalmente existe en millares de variantes individuales- desarrolla un órgano que le protege del clima amenazador que le rodea y que lo desarraigaría y así reacciona con el intelecto en lugar de hacerlo con el corazón y con este proceso la conciencia acrecentada deviene la prerrogativa psíquica. Así, la vida metropolitana presupone una conciencia excepcional y la predominancia de la intelectualidad en el individuo metropolitano: la reacción al fenómeno metropolitano es transferida al órgano menos sensible y más periférico respecto a la esencia de la personalidad. La facultad intelectual sirve así de defensa a la vida subjetiva contra el poder opresivo de la vida metropolitana, (...)

La metrópolis ha sido siempre la sede de la economía monetaria, en ella la multiplicidad y la concentración de los cambios económicos han dado a los propios medios de cambio una importancia que la limitación del comercio rural no habría podido permitir. Hay una conexión íntima entre la economía monetaria y el predominio de una actitud intelectualista. (...)

En la esfera de la psicología económica del grupo pequeño es importante que en condiciones primitivas la producción sirva a aquel cliente que encarga el producto, de modo que productor y consumidor se conozcan. La metrópolis moderna, en cambio, está casi enteramente servida (rifornita?) por la producción para el mercado, para compradorescompletamente anónimos que no entran nunca en el campo visual del productor. A través de esta condición de anonimato los intereses de ambas partes adquieren un aspecto de brutal practicidad; y el cálculo intelectual de los egoismos  económicos de ambas partes no debe temer ninguna flexión causada por los elementos imponderables de las relaciones personales. La economía del dinero domina la metrópolis; se ha acabado con los últimos restos de producción doméstica y de intercambio directo de bienes y reduce cada vez más la cantidad de trabajo hecho por encargo de clientes. (...)

...la mentalidad moderna se ha hecho cada vez más calculadora, la calculada exactitud de la vida práctica que la economía monetaria ha producido corresponde al ideal de la ciencia natural: transformar el mundo en un problema aritmético, fijar todas las partes del mundo mediante fórmulas matemáticas. La economía del dinero ha logrado llenar los días de tantas personas con la ponderación, el cálculo, las determinaciones numéricas, con la reducción de los valores cualitativos a valores cuantitativos. (...)

El odio apasionado de hombres como Ruskin y Nietzsche por la metrópolis es comprensible en estos términos; sus naturalezas ponían el valor de la vida sólo en una existencia fuera de esquemas, y tal que no pudiera ser definida con la misma precisión en todas sus partes. Este odio por la metrópolis tiene el mismo origen que su aversión por la economía del dinero y por el intelectualismo de la vida moderna. (...)

Tal vez ningún fenomeno físico resulte tan típico de la metrópolis como la actitud blasé: la actitud blasé resulta de estimulacioes nerviosas en rápido movimiento, estrechamente consecutivas y fuertemente discordantes. (...)

Una vida que persiga un placer ilimitado hace del individuo un blasé porque agita los nervios al máximo grado de su reactividad durante tanto tiempo que al final dejan completamente de reaccionar. (...)

Así aparece una incapacidad de reaccionar a sensaciones nuevas con la debida energía y esto constituye aquella actitud blasé que, de hecho, cualquier niño metropolitano demuestra en comparación con niños procedentes de ambientes más estables y tranquilos.

A este factor psicológico de la actitud metropolitana se añade otro que deriva de la economía del dinero; la esencia de la actitud blasé está en la insensibilidad a cualquier distinción, pero ello no significa que los objetos no sean percibidos, como en el caso de la insuficiencia mental, sino más bien que el significado y el diverso valor de las cosas, y en consecuencia las cosas mismas, son percibidas como no esenciales. Al individuo blasé se le aparecen sobre un plano uniforme y en una tonalidad opaca; ningún objeto merece una preferncia respecto a otro: este estado de ánimo es el reflejo fiel de una completa interiorización de la economía del dinero. El dinero, al ser el equivalente de toda la multiplicidad de los objetos en un modo único y constante, acaba por ser la medida común más fiable. Porque el dinero expresa cualquier diferencia cualitativa entre los objetos en términos de “¿cuánto?”, el dinero, con todo su anonimato e indiferencia, deviene el denominador común de los valores e inevitablemente arranca a los objetos de su esencia, de su individualidad, de su valor particular, y de su peculiaridad. Todos los objetos flotan con igual peso específico en la corriente continua de la economía monetaria.”